Para ETA, el problema reside en la relación de fuerzas, que le fue favorable durante el «proceso». Ante el cambio de signo en la relación de fuerzas, necesita demostrar que le sobran todavía para humillar al Gobierno, imponiendo a la legislatura un final catastrófico. Y el Gobierno no está en buena posición para afrontar las consecuencias, sobre todo por la falta de consenso antiterrorista.
SIN duda, el atentado de Galdácano es una represalia por la detención y encarcelamiento de los dirigentes de Batasuna. Por si no estaba claro, la banda subraya así la relación orgánica que mantiene con su brazo político: la bomba lapa en el coche del concejal socialista Juan Carlos Domingo complementa las acusaciones lanzadas estos últimos días contra el PSOE por Fernando Barrena.
Hay que tomarse en serio las palabras de Barrena, porque constituyen el único indicio discursivo fiable de los futuros movimientos de ETA. Sabemos ya que su obsesión actual -la de ETA y la de Barrena- es castigar al PSOE por una traición real o imaginaria, lo mismo da (puesto que los terroristas la viven como muy real). Ahora bien, ¿qué significa «castigar al PSOE» en la situación presente? No sólo atentar contra sus militantes, cargos electos y escoltas de los mismos, sino, ante todo, provocar el hundimiento político de los socialistas. Estamos, en resumen, ante un horizonte aparentemente similar al de los últimos meses de la segunda legislatura de Aznar, con Batasuna fuera de la ley, y ETA preparando el atentado espectacular que confronte al Gobierno con el fracaso absoluto de su política antiterrorista. La historia parece repetirse, pero el gobierno de Rodríguez Zapatero se halla en una posición considerablemente más débil que la del gobierno de Aznar.
Ante todo, es preciso entender qué es lo que ETA se propone conseguir. Lógicamente, la negociación política no es hoy un objetivo a su alcance. El presidente Rodríguez podía aún alimentar absurdas esperanzas en la reanudación del «proceso de paz» hace unos meses. Plantear hoy su sola posibilidad equivaldría a suicidarse políticamente. Sin embargo, en la medida en que los socialistas descartan la reconstrucción del pacto antiterrorista con el PP, ETA no percibe la interrupción de dicho «proceso» como algo definitivo. Para la banda, el problema reside en la relación de fuerzas. Mientras el «proceso» estuvo en marcha, ésta le fue claramente favorable. La ilegal Batasuna se reunía públicamente con dirigentes socialistas y mantenía su presencia en el Parlamento vasco a través de las marionetas del PCTV. Por otra parte, ETA se rearmaba sin dificultades y la kale borroka, de nuevo en vigor, le suministraba efectivos frescos para sus comandos. Ante el cambio de signo en la relación de fuerzas, ETA necesita demostrar que le sobra todavía la necesaria para humillar al Gobierno, imponiendo a la presente legislatura un final catastrófico. Necesita, en fin, probar con hechos que sigue siendo capaz de condicionar la evolución de la democracia española.
Por eso es un error pensar que no pasa nada si, por ejemplo, se detiene a la cúpula de Batasuna y se la manda a la cárcel. Sí pasa. Las calles no arderán en pompa, aunque se quemen unos cuantos cajeros automáticos y algún autobús, pero ETA atentará y los nacionalistas, en su conjunto, aprovecharán la coyuntura para deslegitimar un poco más al Estado. El Gobierno no está en una posición ventajosa para afrontar las consecuencias de su propia política, por varias razones. En primer lugar, porque ha sido incapaz hasta ahora de restaurar los consensos básicos en materia antiterrorista con el principal partido de la oposición. Hasta ahora, en efecto, le ha podido resultar rentable culpar al PP de la gran disensión que ha caracterizado la vida nacional en los últimos tres años. Hasta ahora, ha podido especular sin riesgo sobre una gran alianza antiterrorista que incluyese a todos los partidos, en la seguridad de que, dada la renuencia del PP, podría seguir haciendo de su capa un sayo, con los parabienes de los nacionalistas.
Pero ya se acabó la broma. El Gobierno vasco, que impulsa abiertamente un programa de secesión gradual, se opone a cualquier medida de firmeza frente a ETA y exige la vuelta al «proceso de paz», con su presencia tutelar en unas negociaciones de las que espera obtener réditos soberanistas. ERC nunca ha sido un socio digno de confianza en estas cuestiones, y la escalada de Ibarreche hacia la insurrección institucional, unida a la revuelta del catalanismo radical y a la radicalización del catalanismo moderado, suscitará previsiblemente reacciones miméticas en el partido de Carod y hará imposible cualquier acuerdo razonable con el PSOE. Se mire por donde se mire, a los socialistas sólo les queda un aliado potencial, y no me refiero a IU, que sigue formando parte del frente nacionalista que gobierna en el País Vasco.
En segundo lugar, es dudoso que los socialistas puedan recuperar su crédito con simples invocaciones al rigor presente, que se percibe como un giro oportunista ante la inminencia de las elecciones. Parece lógico que el PP ponga sus condiciones (ilegalización inmediata de ANV y del PCTV, compromiso formal de no emprender ningún nuevo «proceso de paz») para dar su apoyo a la política antiterrorista del Gobierno. Es obvio que la oposición aprobará las medidas concretas que tome aquél contra ETA y su trama social, pero no parece probable que consienta en refrendar dicha política sin garantías de que no habrá más cambios caprichosos según la coyuntura. A lo largo de estos años, Rodríguez Zapatero ha presentado su compromiso antiterrorista con Aznar como un favor o un gesto generoso hacia el anterior presidente, y, en consecuencia, perfectamente revocable a tenor del enfriamiento de las relaciones entre los partidos de ambos. No estaría mal que se fuese cerciorando de que el pacto contra el terrorismo no era cuestión de cesiones benevolentes, sino de absoluta necesidad nacional.
Gabriel Ginés, escolta del concejal socialista Juan Carlos Domingo, ha sido la primera víctima de una venganza de ETA contra el PSOE que no ha hecho más que comenzar. No es pecar de agorero suponer que, hasta las elecciones, la banda tratará de hacer el mayor daño posible al Gobierno y a su partido, y sobra recordar que puede hacerlo también en cabeza ajena. Nos alegraríamos todos de que una acción policial eficaz redujera al mínimo la criminalidad terrorista y aún más si la evitara por completo. Por desgracia, la experiencia nos enseña que ETA se ha salido muchas veces con la suya. Está muy bien apelar a la unidad de los demócratas, pero debe hacerse desde una actitud de firmeza que no se reduce a la persecución policial de los terroristas y de sus cómplices. Lo que se exige del Gobierno es firmeza política. La suficiente para que ETA comprenda que la relación de fuerzas no cuenta para nada cuando existe la decisión democrática mayoritaria de erradicar el terrorismo sin concesiones de ningún tipo.
Jon Juaristi, ABC, 10/10/2007