Javier Tajadura-El Correo
El verdadero juicio del ‘procés’ empieza ahora, después de que los acusados, que no están obligados a decir la verdad ante el tribunal, hayan prestado declaración y proclamado su inocencia
Aunque formalmente el juicio a los dirigentes políticos implicados en el ‘procés’ comenzó el 12 de febrero, las dos primeras semanas han resultado jurídicamente irrelevantes. A pesar del lógico eco mediático que han tenido los interrogatorios a los acusados, se trata de un trámite obligado cuya influencia en el resultado final de la causa será prácticamente nulo. En un Estado de Derecho los acusados no tienen obligación alguna ni de contestar ni de decir la verdad. Lógicamente todos han negado haber cometido delito alguno y han proclamado su inocencia. Ante la imposibilidad de negar su implicación en los hechos, algunos acusados -como Jordi Turull- han pretendido justificar sus conductas presuntamente delictivas -organizar y celebrar un referéndum en contra de la prohibición del Tribunal Constitucional- en su voluntad de cumplir «un mandato ciudadano antes que el judicial». Otros, como Jordi Sánchez, reconociendo los actos violentos del cerco a la Consejería de Hacienda del 20 de septiembre de 2017 han reivindicado, contra toda evidencia, su papel como pacificadores y no promotores de los mismos. Carmen Forcadell, en una declaración patética, aseguró que no tuvo intención de desobedecer al Constitucional, aunque finalmente lo hiciera.
Declaraciones todas ellas tan inconsistentes como previsibles. Los acusados han ejercido su legítimo derecho a proclamar su inocencia y a no declarar nada que pueda perjudicarles. En este contexto, los eventuales errores en que haya podido incurrir la Fiscalía en alguno de esos interrogatorios no merecen mayor atención. Como tampoco lo tiene el hecho de que no se haya incidido todavía en el delito de rebelión.
Por todo ello, podemos afirmar que el juicio verdaderamente arrancó el pasado miércoles con las comparecencias de los testigos, algunos tan relevantes como el anterior presidente del Gobierno o el lehendakari, que declaró ayer ante la Sala. Los testigos, a diferencia de lo que ocurre con los acusados, tienen obligación de contestar y de decir la verdad. La valoración que el tribunal lleve a cabo de las pruebas testificales y documentales que se aporten a partir de ahora es la que determinará la calificación penal de las conductas enjuiciadas. Es ahora cuando la Fiscalía deberá hilar fino en los interrogatorios para lograr acreditar que el «relato de la rebelión» incluido en el escrito de acusación no es una elucubración, sino una descripción de los acontecimientos vividos en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña.
Por otro lado, en la medida en que han de comparecer más de 500 testigos, cabe prever -así lo apuntan las últimas sesiones- que el tribunal no tendrá con ellos la condescendencia que mostró con los acusados. A estos últimos, en ocasiones, se les dejó hacer declaraciones políticas y extenderse en discursos improcedentes. Todo sea por garantizar al máximo los derechos de los acusados. Nada hay que objetar a ello. Pero, en el caso de los testigos, no se les permitirá ni opinar ni valorar los hechos por los que se les pregunte. Es decir, a los testigos no se les pregunta si los acusados son culpables o no; se les pregunta por los hechos. En este sentido, resultará fundamental lo qué digan respecto a lo ocurrido el 20 de septiembre en la medida en que es la violencia entonces desatada la que fundamenta el riguroso escrito de acusación del fiscal.
Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría han sido los primeros en comparecer y, a preguntas del fiscal, han sido muy claros en afirmar que el 20 de septiembre lo que los ciudadanos vimos por televisión no fue un montaje. Hubo violencia: se destrozaron vehículos policiales, se rodeó con ánimo intimidatorio la sede de la consejería donde estaba actuando una comitiva judicial, y se obligó a un miembro de esta a huir por una azotea. Estos hechos -declaró el miércoles la exvicepresidenta- causaron una honda preocupación al Gobierno que tomó entonces la decisión de enviar a Cataluña refuerzos de las Fuerzas de Seguridad para hacer frente a un movimiento cuya naturaleza insurreccional no podía ser minusvalorada. Los testimonios de Rajoy y Sáenz de Santamaría -insisto, obligados a decir la verdad- como otros muchos que vendrán después desmienten por completo el pacifismo declarado por los acusados.
Otro elemento clave en este juicio es determinar si la declaración de independencia y la derogación de la Constitución fue algo simbólico -como sostienen los acusados- o, por el contrario, fue real. La exvicepresidenta fue contundente: si hubiera sido simbólico no habrían recurrido al artículo 155 de la Constitución.
La hora de los testigos es la hora de la verdad. El tribunal ha sido en extremo generoso a la hora de aceptar la comparecencia de un elevadísimo número de testigos. Con ello se evita, de raíz, que pueda prosperar un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que alegara indefensión por la negativa a practicar pruebas pertinentes. Esto pone de manifiesto una vez más el garantismo del proceso. La retransmisión del juicio lejos de convertir este en un espectáculo, sirve así para mostrar a la opinión pública nacional e internacional el funcionamiento impecable y ejemplar de nuestro Estado de Derecho. La presencia de una acusación popular ejercida por una fuerza política extremista es la única nota discordante.