Gregorio Morán-Vozpopuli
La izquierda institucional española ha pasado de Marx Carlos, a Marx Groucho, y será difícil cambiar de referentes cuando, desplomados los antiguos, hay que crear otros que vayan más allá de las ocurrencias
Ningún grupo político tiene manual de instrucciones. Se mueven entre lo líquido, que es la moda del tiempo que nos ha tocado vivir, y lo gaseoso, que se reduce a inmediatez. En el fondo, algo muy simple: moverse en el ámbito de lo posible y tratar de alimentar las necesidades de la familia política. Hablando por lo llano: los líderes han de esforzarse por colocar a los suyos. Llegó el momento: Sánchez, Casado, Rivera, Iglesias, ¡colócadnos a todos! Ese tramo definitivo que empieza con una pregunta: “¿qué hay de lo mío?”.
Todas las afirmaciones de alto voltaje que se descargaron durante la campaña ya pertenecen al inescrutable pasado, porque somos un país viejo y resabiado, de esos donde el futuro apenas existe fuera de mañana por la mañana, mientras que el pasado no hace más que cambiar. Hasta ayer referirse a Vox era el recurso más manido para agredir al contrario; desde hoy todos se han propuesto meterlo debajo de la alfombra. ¿Qué hubiera sido del PSOE sin Vox? Lo mismo o más para las huestes ahora pastueñas de Podemos. Un clic y han cambiado de pantalla. A falta de ideas no hay cosa más útil que encontrarse un enemigo descerebrado y folclórico. Algún día alguien, desde fuera del comedero, escribirá el parto de ese sietemesino al que dieron la teta las amas de cría del arco parlamentario; unas por interés de verlo crecer y debilitar a la madre asténica, que no era otra que el PP, mientras que la izquierda de la casta ampliada imitaba a las plantas trepadoras en la aspiración de ascender en el funcionariado, ayer universitario, ahora institucional.
Ni Podemos ni los independentistas son lo que fueron. Unos y otros habrán de sacar pecho para no deshacer las frágiles bases sobre las que se asientan
Probablemente el éxito de Kichi en Cádiz se deba a algo tan sencillo como insólito: seguir siendo el mismo en un tiempo en el que la coherencia personal ronda la excentricidad. Compárenlo con Ada Colau, aspirante al cantón de Barcelona, que ha logrado lo imposible en el terreno de la frivolidad política. Pocos como ella ilustran el paso de lo líquido a lo gaseoso. Es lo que mantiene a la mayoría de los alcaldes: la seguridad de que los vecinos son idiotas y ellos muy cercanos a la gente.
Las elecciones municipales y autonómicas han asentado el mapa político. Es lo que hay. Sánchez consiguió sacar al PSOE del pozo. Casado salvó los muebles recién comprados en Ikea. Rivera revalidó su papel de aspirante. Iglesias se hundió en el pantano que él mismo rellenó charco a charco. En Cataluña, como todos están convencidos de haber pasado la prueba, habría que extenderse en minucias sobre las diversas tribus en competición, y ese es menester que exige una exégesis retórica más allá del comentario periodístico. Describir las danzas y contradanzas de Puigdemont, Torra, Junqueras y Maragall, por citar los reyes del espectáculo, resulta un castigo innecesario para quien no lo ha de sufrir todos los días. Quede para otra ocasión, entre otras cosas porque aún estamos en plena representación y no hemos llegado a la pausa de la publicidad.
Es una evidencia. Hemos entrado en el año II del ‘sanchismo’. Llamarlo el año de la “recuperación del PSOE” sería tomar la parte por el todo, porque si hay algo evidente es que la omnipresencia y la capacidad ejecutiva del actual presidente Sánchez no consiente atenuantes. Todo el poder para Pedro Sánchez. Controla a los suyos como si los hubiera llevado a la tierra prometida, y de leer las venerables crónicas y artículos de los afines, cada vez más numerosos, pensaríamos que ha obtenido una mayoría absoluta solo parangonable con la de Felipe González en 1982, y la verdad es muy otra.
Es cierto que logró sacar al PSOE del agujero, pero tendrá que seguir con los malabarismos de los meses post-Rajoy, y esta vez, si bien ha doblado sus diputados, no podrá contar con los benévolos aliados de antaño. Ni Podemos ni los independentistas catalanes son lo que fueron. Tanto unos como otros habrán de sacar pecho para no deshacer las frágiles bases sobre las que se asientan. Y suele ocurrir en política que los débiles se ven obligados a mayor intransigencia que los fuertes. Nada que ver con la psicología sino con la sensibilidad de quien se encuentra al borde del abismo.
De leer las venerables crónicas de los afines, pensaríamos que Sánchez ha obtenido una mayoría absoluta solo parangonable con la de Felipe González en 1982
Alcemos un poco la mirada y echemos una ojeada al campo de batalla. Mucho discutir y mentar a Gramsci y la hegemonía, pero nuestros partidos dominantes tienen mentalidad de vendedores de ‘Todo a 100’. Más allá del hoy, no hay nada. Ninguno se prepara para ganar la sociedad civil para poder garantizar una mayoría de gobierno. Viven al día. Son como los equipos de fútbol, que valen lo que han conseguido en el último partido. Es la exigencia de los hooligans. El proceso de convertirse en casta lo trabajan a una velocidad asombrosa. ¿Cuánto tardó Podemos en ingresar en el club de los empoderados, en expresión cursi y académica? Antes se decía lo mismo con palabras más rudas, hoy políticamente incorrectas. Aunque moleste a algunos la comparación, lo mismo sucederá con Vox, y si no al tiempo.
Donde no hay ideas, sino ocurrencias, la política se convierte en un juego perverso, por infantil. La política no es cosa de niños ni de adolescentes graciosetes. Que un secretario general abandone sus actividades para tomarse 16 semanas atendiendo a sus niños es una frivolidad irresponsable por más emotivo que sea el gesto y por más que a los adictos ¡y a las adictas! les caiga la baba. Cambiar la sociedad no se aprende cambiando pañales, a menos que consideremos que sean lo mismo. Lo de Podemos, admitámoslo, es como un manual de malas prácticas para aspirantes. La izquierda institucional española ha pasado de Marx Carlos, a Marx Groucho y será difícil cambiar de referentes cuando los antiguos se han desplomado y hay que crear otros nuevos que vayan más allá de las ocurrencias.
Al oír a la candidata de Podemos por Madrid calificar las donaciones de Amancio Ortega como “limosnas” -ocurrencia que ratificó el primer secretario general de baja por paternidad de la historia de los partidos políticos- me vinieron a la memoria una idea y una antigualla. La idea, tan común como la muerte, se reduce a constatar que esos chicos tan sanos y tan bien criados desconocen lo que es un paciente de cáncer. La antigualla no es más que la evocación de una vieja copla sarcástica de “Chicho” Sánchez Ferlosio, parida en la cárcel de Carabanchel durante los años del cólera: “Qué malos son los burgueses, que pisan las margaritas…”.