MANUEL MARÍN – ABC – 08/09/15
· El pulso extremo que Artur Mas mantiene contra la legalidad ha despertado al fin la conciencia de los valientes. La deriva institucional de Cataluña hacia una declaración unilateral de independencia ha roto algunos silencios cómplices –no todos– y los códigos de esa extraña permisividad que ha consentido un goteo continuo de secesionismo adormecedor. Es el llanto sobre la leche derramada.
En un alarde de contradicción, Felipe González fustigó días atrás la conciencia de los nacionalistas con un discurso de Estado inspirado en la convincente soflama de Gordon Brown contra la independencia escocesa. Ahora, ensalzado por muchos pero criticado por su partido, lo ha rectificado apelando al reconocimiento del sentimiento «nacional» de Cataluña en virtud de un extraño mecanismo intelectual que le permite afirmar una cosa y su contraria. Quizás por ello, nunca se oyó su voz crítica cuando la versión catalana de su partido vendió su alma a los independentistas de ERC para pactar el poder; o cuando el PSOE quiso forzar al Tribunal Constitucional a dictar una sentencia que atribuyera a Cataluña la condición de nación; o cuando hace un año el PSC accedió a incluir el derecho a decidir como una promesa electoral más; o cuando el castellano era castigado con el incumplimiento de sentencias dictadas a título de inventario.
Fomento del Trabajo, la patronal que representa a tres de cada cuatro empresarios catalanes, reclama el cumplimiento estricto de la ley y la garantía de una seguridad jurídica que ve en peligro porque la recuperación económica de Cataluña está en juego. La incertidumbre no renta. Pero la preocupada contundencia con la que ahora denuncian los peligros de la ruptura permanecía difuminada hasta hoy en un letargo de ambivalencia. Nadaron guardando la ropa demasiado tiempo sumidos en una retórica densa y equidistante para no ofender al nacionalismo, en la suposición de que su causa nunca llegaría al límite. Como si se tratara de un juego virtual en el que cualquier tecla sirviese de repente para un «stop» a capricho, o como si cualquier salto al abismo se pudiese resolver iniciando una partida nueva… Como si nada ocurriese mientras no se alterase la cuenta de resultados, y todo permaneciese flotando en una atmósfera sin gravedad, o sin más efectos que un divertimento inocuo entre esteladas.
Alfonso Guerra no parece el mismo de antaño. Mas lidera hoy una suerte de golpe de Estado, y quienes cuestionan la hipotética utilización del artículo 155 de la Constitución para despojarle de un uso abusivo del poder son «pusilánimes». No es aquel Alfonso Guerra que con su voto avaló el Estatuto catalán. Aquel cuyo «cepillado» a un texto inconstitucional viciado de origen sirvió francamente de poco, porque el TC se vio obligado a revocar y reinterpretar uno de cada tres artículos. Aquel que, teniendo una visión unívoca de España y que nunca simpatizó con los nacionalismos, comulgó por disciplina, o por puro agotamiento, para que el PSOE se convirtiera en cómplice de Artur Mas al aceptar sus condiciones y enterrar el tripartito. Aún hoy, el PSOE mantiene proscrita cualquier alusión al artículo 155 en busca de etéreas soluciones federales. Guerra ya no.
Duran i Lleida completa la lista de valientes. A última hora, y liberado del pulgar de Convergència que lo aplastaba como a un insecto, emerge abrumado por la magnitud del desafío. Atrás quedan las imágenes, muleta en ristre, celebrando la Diada al servicio de la independencia; atrás, sus blogs cautivos de una ferviente emoción identitaria como argumento separatista; y su eterna «tercera vía» como fórmula para mantener intacto el lobby catalán en Madrid bajo exquisitas formas de gentleman inglés y el fondo de un depredador de intereses y negocios. Duran, independentista a tiempo parcial, ha dejado de serlo. No es hora de más imposturas.
Tampoco lo es de reproches. La rectificación es síntoma del reconocimiento de un error por más que González se enmiende a sí mismo. Y conviene ensalzarla porque el efecto arrastre del independentismo pierde fuerza de convicción sobre una sociedad hipnotizada con el péndulo del separatismo en tiempos de vacas gordas. El soberanismo no solo fuerza la ley. Adultera la convivencia. Es un l ogro que la indolencia frente al odio esté dejando de sumar.
MANUEL MARÍN – ABC – 08/09/15