José María de Aeilza-EL Correo
El año vigésimo de la ocupación de Afganistán ha terminado con una retirada caótica e improvisada y la vuelta al poder en Kabul de los talibanes. Hemos asistido a un fallo estrepitoso de los servicios de Inteligencia occidentales, que daban posibilidades a las conversaciones de paz entre los bandos afganos enfrentados hasta hace pocas semanas y no anticipaban el rápido desmoronamiento del Gobierno de Ashraf Ghani. Durante dos décadas, Estados Unidos y sus aliados han perdido miles de vidas -entre ellas, ciento dos españoles- y han invertido recursos económicos ingentes en el país montañoso de las guerras eternas. El objetivo inicial era acabar con la red terrorista de Al-Qaida y castigar a los talibanes que le daban santuario. Este propósito en buena medida se ha conseguido. Pero las pretensiones añadidas de ayudar a poner en pie una democracia o, al menos, un gobierno que respetase derechos básicos de las personas han tenido un coste muy alto. A Joe Biden se le puede reprochar que no haya gestionado mejor la marcha de Afganistán que dejó pactada Donald Trump. Pero su realismo es digno de encomio: Estados Unidos, ha dicho el presidente, no debe defender a los afganos que se niegan a luchar por su país. Ha puesto fin a una guerra larga e impopular, en la que nunca hubo una estrategia clara de salida. Su valoración en las encuestas ha bajado inmediatamente, porque a nadie le gusta la sensación de caos y humillación que han transmitido estos días las imágenes desde Kabul. Por parte europea, tanto Josep Borrell como Emmanuel Macron han aportado nuevas dosis de realismo. El Alto Representante ha señalado que habrá que hablar con el nuevo gobierno de Kabul, con el fin de influir sobre sus decisiones. El presidente francés ha declarado que el primer objetivo de los occidentales en la región debe ser la lucha contra el terrorismo islámico. Los efectos de la desbandada fortalecen a China y Rusia, que desplegarán más influencia. Sobre todo, la llegada del nuevo régimen afgano supone una gran victoria estratégica para Pakistán, el vecino con armas nucleares que practica un doble juego en su relación con los talibanes y el mundo occidental. En el Ejército paquistaní y en su poderosa agencia de Inteligencia, los halcones celebran la salida occidental y se sienten reforzados. Piensan que India ha perdido la baza de influir en Afganistán y apoyan la imposición de una agenda islamista en este país. La atención de Estados Unidos y Europa ha de centrarse ahora tanto en el devenir del nuevo régimen de Kabul como en lo que ocurra en adelante en los pasillos del poder de Islamabad.