MARTÍN ALONSO ZARZA | JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-El Correo

  • Joseba Arregi se habría rebelado ante la confusión ética del posterrorismo

Límite que el pensamiento y la práctica política que inspira no aceptan de buen grado. Por ello, el Estado va a ser dotado por Bodino de un atributo como la soberanía que es heredera de algunas de las cualidades de la divinidad: unicidad, exclusividad e indivisibilidad. La soberanía es tanto como la permanencia en el sótano del mundo político de lo absoluto transformado. Y mientras se atribuye a un monarca unipersonal su presencia no chirría tanto, pero cuando la revolución atribuye el poder al pueblo saltan todas las contradicciones que supone introducir lo absoluto que se piensa como trascendente en un orden que es por definición inmanente. Por poner un solo ejemplo, la contradicción de atribuir un poder ilimitado (el poder constituyente) a un sujeto -el pueblo- que al mismo tiempo quiere limitar el poder -todo poder- para así vivir como conjunto de seres que buscan la autonomía subjetiva.

Han pasado los siglos y sin embargo persisten estas contradicciones palmarias, ese intento por rellenar con verdades eternas el vacío que dejó la divinidad, incluso en regímenes democráticos liberales. Vivimos, lo ha escrito Arias Maldonado, en un clima de «nostalgia del soberano», de alguien o algo que detente la potencia que nos asegura y nos protege en la arriesgada inmanencia que habitamos. Seguimos pidiendo al sistema democrático «verdades últimas», cuando esto es algo radicalmente incompatible con su propia textura. El nacionalismo o el populismo son buenos ejemplos patentes de poseedores de verdades últimas, pero la cuestión es más general: se trata de que olvidamos una y otra vez, como lo exponía Guglielmo Ferrero (‘Poder: los genios invisibles de la ciudad’ que tanto gustaba a Joseba) que la legitimidad de la democracia reposa sobre verdades penúltimas, sobre convenciones y arreglos limitados, fluctuantes y fácilmente rebatibles por la orgullosa razón crítica pero que no deben ser puestos alegremente en cuestión por verdades trascendentes -por racionales o persuasivamente emotivas que sean- so pena de desatar el caos en la ciudad.

Y, sin embargo, todo el rechazo intelectual que le inspiraba el uso de las verdades abstractas y las «filosofías de la historia» en el discurrir político y en la acción de los inspirados por ellas cambiaba radicalmente cuando se acercaba a la humanidad doliente de las «florecillas pisadas en el camino» que dejaban esos trenes de la historia pretendidamente absolutos, es decir, cuando hablaba de y a las víctimas. Porque en ellas encontraba por fin una verdad política a la altura de la democracia, aunque fuera en forma de negatividad. La verdad encarnada en el sufrimiento y el dolor inicuo causado por una u otra «Historia» (con hache mayúscula como precisa José Luis Pardo) le interpelaba con su humanidad rotunda y, al tiempo que compasión, le inspiraba una reflexión precisamente política: la de que el dolor humano deslegitimaba de raíz y para siempre la verdad o doctrina que hubiera en cada caso generado ese sufrimiento. Que sí existía al final una verdad absoluta y trascendente en el campo político: la de que debían ser proscritas del juego político normal aquellas supuestas verdades que fueron usadas conscientemente como argumento para el dolor, para tratar a algunos seres humanos como medios prescindibles en aras de un fin superior; que el reconocimiento pleno de las víctimas exigía la exclusión a futuro de su justificación, fuera ésta la que fuera. Y ya sabemos cuál fue en nuestro caso: la sacralización del «Pueblo Vasco».

Creemos interpretar correctamente a Joseba Arregi si le atribuimos la convicción de que la humanidad avanzaba -por muy torcidamente que lo hiciera- más por el reconocimiento de sus errores previos que de otra forma. Gustaba citar a W. Benjamin cuando éste comenta la acuarela de Paul Klee que ilustra el poder pedagógico de la estela de errores que pueblan la historia (con hache minúscula). Los escalones que subía consistían precisamente en salir de una previa catástrofe humana con una firme convicción: la de que ciertas ideas o ciertas verdades quedaban para siempre excluidas porque habían probado con dolor y sangre efectivos su incapacidad de servir para la convivencia. Por eso Joseba se habría rebelado ante la confusión ética y el batiburrillo político de nuestro posterrorismo, porque demuestran qué poco hemos aprendido de la experiencia. Ni bueno, ni malo. Poco.