Raúl López Romo-El Correo
El término al que se aferró ETA fue un hallazgo conceptual, un mito abertzale que le resultó útil. Pero nunca hubo dos bandos. Y si los hubo fueron totalitarios contra demócratas
En 1982 el catedrático Alejandro Muñoz-Alonso se refirió al «conflicto vasco» en un libro clásico: ‘El terrorismo en España’. Pocos años después el también politólogo Juan José Linz publicó con varios colegas ‘Conflicto en Euskadi’ (1986), un estudio pionero acerca de la opinión pública vasca sobre los diferentes partidos políticos, ETA y sus miembros, las Fuerzas de Seguridad, etc. Son dos ejemplos de reputados académicos que no tuvieron inconveniente en emplear un concepto hoy sumamente discutido.
Era otro contexto. Ambos usaban ‘conflicto’ como sinónimo genérico de enfrentamiento y discordia, que no era incompatible (al contrario) con hablar de terrorismo. Además, no equiparaban la violencia de una banda criminal con la legítima del Estado democrático. A esas alturas el nacionalismo vasco radical aún no había difundido su particular interpretación del término. En la década de 1980 ETA y su entorno lo utilizaban en sus discursos y publicaciones junto a otras expresiones, sin priorizar una: ‘guerra’, ‘contencioso’, ‘lucha armada’, ‘problema vasco’…
Florencio Domínguez descubrió que, a partir de 1993, tras la detención de su cúpula en Bidart, ETA empezó a usar masivamente ‘Euskal Herria’ en detrimento de ‘Euskadi’, palabra que quedó fosilizada en las siglas de la organización. No solo hubo una sustitución: es que la nueva y excluyente opción se repetía machaconamente, como queriendo dejarla fijada en las conciencias. Algo muy parecido ocurrió con ‘gatazka’. Ni ‘Euskal Herria’ ni ‘conflicto vasco’ eran monopolio del abertzalismo radical, pero a finales de los 90, a fuerza de insistir, los convirtieron en los ejes más reconocibles de su lenguaje.
La idea a transmitir, clara y sencilla, era la existencia de dos bandos enfrentados secularmente: el Estado español frente a Euskal Herria. Un conflicto eterno del que ETA sería el último eslabón y que se prolongaría indefinidamente sin la autodeterminación. El nacionalismo vasco radical consiguió popularizar la ‘teoría del conflicto’ y el PNV la asumió en lo que el historiador José Luis de la Granja llamó «el error de Estella» (1998). En ese momento, al igual que había ocurrido en 1931 con el proyecto de Estatuto vasco-navarro aprobado por jeltzales y carlistas, el PNV antepuso un acuerdo maximalista con fuerzas antidemocráticas a la construcción de un autogobierno que amparara la pluralidad política del país.
En ambos casos acabaría rectificando, pero esos irresponsables coqueteos con extremistas de distinto signo dejarían huella. Para lo que tiene que ver con nuestra historia más reciente, el filósofo Martín Alonso lo resumió de la siguiente manera: «la problemática empresa de negar legitimidad a la violencia desde la aserción del ‘conflicto vasco’».
ETA rompió la tregua de Estella porque le pareció que el PNV no iba lo suficientemente rápido y no era lo bastante soberanista, y en nombre del ‘conflicto’ siguió justificando los crímenes más atroces. Cualquier parecido con una guerra simétrica era ciencia ficción, pero daba igual. Se intentaba presentar como tal. Matar a un joven concejal del PP de Zumárraga mientras despachaba en su tienda de golosinas, quitándole la posibilidad de conocer a su hijo; tirotear al columnista que volvía a su casa de Andoain ‘armado’ de periódicos recién comprados; asesinar a sangre fría a dos ertzainas que regulaban el tráfico en una rotonda de Beasain; esconder una bomba lapa bajo el ‘patrol’ de dos guardias civiles para hacerlos saltar por los aires cuando empezaran su ronda por Sallent de Gállego… Todas eran «graves expresiones del conflicto que vive Euskal Herria con el Estado».
Lástima que esto se olvide y quede sumido en una nebulosa carente de referencias históricas, en la que nos dicen que hubo violencias cruzadas, sin mayores ni mejores explicaciones. Por eso, una vez terminado, a algunos les sigue gustando decir que aquello fue «un conflicto», lo que de un plumazo resume y diluye medio siglo de negra historia. Convengamos en que lo del ‘conflicto’ fue un hallazgo conceptual, un mito abertzale que les resultó útil. Pero nunca hubo dos bandos. Y si los hubo, fueron totalitarios contra demócratas. Ahí, paradójicamente, los GAL compartieron trinchera con ETA, sirviendo a la misma estrategia de eliminar al otro por la fuerza.
Pasado el tiempo, a las víctimas mortales las recuerdan sobre todo sus familiares y amigos, mientras los ciudadanos se explican los años del terror echando mano de los casos puntuales que más impactaron a cada uno, no necesariamente ordenados ni ponderados desde criterios historiográficos. Nuestras instituciones deben tener en cuenta que hay unos profesionales que se dedican a estas cosas de investigar y relatar el pasado. Pueden ser molestos, es verdad, pero, parafraseando a José Zorrilla, resulta «que el historiador, en su misión/ sobre la tierra que habita,/ es una planta maldita/ con frutos de bendición». Si no, esas instituciones tendrán alguna responsabilidad en la desmemoria que nos amenaza.
El núcleo del debate actual es si predomina el ‘paradigma del conflicto’, que confunde hablando de que todos fuimos culpables y víctimas, o el ‘paradigma del terrorismo’, que, sin olvidar otros casos, subraya el papel de ETA como la organización que, con diferencia, más ha matado, más ha durado y más apoyo social ha tenido para imponernos a todos por las bravas su proyecto político.