Carlos Martínez Gorriaran-Vozpópuli

  • La mayoría eligió la idiocia tranquila y por eso corremos un riesgo tan grave

Lo más humillante para España del diario diluvio de corrupción socialista es que todos los responsables sean auténticos mamarrachos. Asistimos a un desfile de estafadores de baja estofa, trileros de feria, puteros con gula y rufianes de sauna prostibularia, don nadie surgidos de la merecida nada en que vegetaban encaramados a las mayores alturas del poder, y de ahí a la máxima corrupción. No solo es la corrupción de lo mejor contra la que alertaba Tácito corruptio optimi pessima-, es el gobierno de lo peor de lo peor.

El gobierno de lo peor de lo peor

Vulgares incluso para personajes de la saga Torrente de Santiago Segura (camino de convertirse en el Berlanga del siglo XXI), la colección de Leires, Ábalos, Koldos, Cerdanes, Begos, Zapateros y tantos sujetos inenarrables, subidos sobre nuestros cansados hombros, amenaza con hundirnos en la peor crisis desde 1936. La crisis moral ya es irreversible: la auto humillación de España causa estupor allí donde los asuntos españoles tienen algún peso, de Bruselas a Washington pasando por Pekín: lo está demostrando la marginación sistemática del gobierno español de las decisiones geopolíticas, donde Pedro Sánchez, el Torrente de la trama, viene siendo excluido por sistema por mucho que España sea un país importante. En Washington, el periodista David Alandete ha tenido que proporcionar a diplomáticos españoles información de primera mano de la Casa Blanca sobre sus intenciones respecto a España porque los canales diplomáticos normales están bloqueados. España es hoy un cero a la izquierda mundial porque Sánchez, que apostó por Biden, sigue apostando por todas las cartas perdedoras cuando no criminales: Hamás en Gaza, Maduro en Venezuela, el Grupo de Puebla en las repúblicas hispanoamericanas, sumisión a Marruecos y pobre implicación en la defensa de Ucrania, que es la defensa de Europa.

La falsa cita de Einstein

Sí, hubo un tiempo en que España fue ejemplo mundial de transición pacífica de la dictadura militar a monarquía parlamentaria, de prodigioso auge económico y creatividad cultural basada en la tolerancia cívica, pero ahora somos ejemplo mundial de vertiginosa caída en la corrupción en todas sus formas, políticas, económicas e intelectuales. ¿Qué ha fallado? La solución más trillada es culpar exclusivamente a la indecente coalición de intereses socialistas, comunistas y nacionalistas de todo pelaje. Pero el fracaso de las instituciones encargadas de prevenir y perseguir la corrupción, y el de la oposición política en convertirse en verdadera alternativa al desastre, señala un problema más profundo y un mal más extenso y metastatizado. Lo poco que nos separa de una dictadura posmoderna a la venezolana, es decir, de un sistema con partidos legales pero elecciones amañadas y oposición perseguida, es el periodismo independiente, la mayoría de los jueces y unos pocos fiscales. El resto ha fracasado estrepitosamente, dándonos la razón al club Casandra que denunciamos desde hace años, en minúscula y solitaria minoría, que la Constitución del 78 no tiene mecanismos de control efectivo del abuso de poder.

Ni siquiera es realmente obligado que el Gobierno presente Presupuestos Generales; puede ir tirando prorrogando los anteriores, aunque el precio sea el deterioro galopante de infraestructuras y servicios públicos bajo el doble ataque de la corrupción y la falta de mantenimiento e inversión. La red de trenes, de la que tan orgullosos estábamos -la segunda red de alta velocidad del planeta, la exportación del AVE a medio mundo, recuerdan-, amenaza ruina, y la solución ineptocrática es sacar de algún zoo un sedicente ministro que oculte el desastre con brutales insultos diarios en X a todo lo que se mueva y piense. En el paroxismo degenerativo, la corrupción intelectual se ha incorporado a las más corrientes. Ejemplo, el mensaje del Ministerio de Educación con una falsa cita de Albert Einstein promoviendo el olvido de la memoria en la escuela. Añadamos la conversión de tantas universidades públicas en búnkeres del pensamiento único obligatorio del sanchismo, por no hablar de la radio y televisión falsamente públicas.

Corruptelas y mentiras

Había cierta elegancia en la corrupción de personajes históricos como Alcibíades, Talleyrand o Fouché, capaces de combinar sus crímenes con servicios al Estado, aunque fueran en su propio beneficio. Pero la del sanchismo actúa al revés: desmantela y destruye lo que puede en su propio y exclusivo beneficio: parasitismo puro. La esperanza en que las instituciones nos protegieran ha resultado ser exagerada y además ha contribuido al desarme político y moral de una sociedad resignada a que el poder pudiera ser un poco corrupto, pero no pura corrupción e ineptocracia criminal. No estábamos preparados para el descubrimiento de que la tolerancia irónica de la ineptitud, las corruptelas y las mentiras abriera la puerta a su conversión en único medio y finalidad del gobierno.

El problema de fondo, y es el problema actual de esta España tan humillada y asqueada como impotente, es que la democracia depende más de la vigilancia activa de la sociedad civil, de la ciudadanía activa con responsabilidad política, que del equilibrio entre instituciones teóricamente independientes, pero colonizadas con pasmosa facilidad por los partidos y, finalmente, por un único partido con ambición de partido único. Así, hemos pasado del poco contestado reparto del CGPJ y del Tribunal Constitucional al control de ambos órganos por el Gobierno. La democracia, señalaron los clásicos, es la forma política de cierta cultura cívica sin la que es inútil esperar que haya democracia o algo que se le parezca. El destrozo de la nuestra revela, obviamente, la forma antipolítica de nuestra incultura cívica.

El idiotés español

Los griegos llamaban idiotés al ciudadano que no participaba en la vida de la ciudad e ignoraba los asuntos de todos: de ahí deriva nuestro adjetivo “idiota”. Pues bien, el lastimoso estado de España, la humillación colectiva auto infligida por haber abandonado el país a los peores, es la consecuencia de esa idiocia generalizada. En vísperas de la guerra, Churchill advirtió a los suyos de que habiendo podido elegir entre deshonor y guerra, tendrían guerra por elegir el deshonor. A nosotros nos pasa algo parecido: pudimos elegir colectivamente entre la tranquilidad idiota y el riesgo político; la mayoría eligió la idiocia tranquila y por eso corremos un riesgo tan grave. Es imprescindible cambiar de mentalidad y actitud, pasar del idiotismo a la participación vigilante. Sin esta, nada bueno hay garantizado.