EL CORREO 03/07/14
IGNACIO SUÁREZ-ZULOAGA
· Los gobernantes deberían de interferir lo menos posible en la decisión individual de cada persona sobre tratar de ser lo que quiera
El pasado lunes el lehendakari pronunció en El Escorial (Madrid) una conferencia sobre la recuperación de la convivencia, que finalizó lanzando a los asistentes la pregunta: ¿Dónde reside la principal dificultad para compartir y avanzar? Mi respuesta es la concepción del ‘ser vasco’ colectivo. Pues en el imaginario nacionalista vasco tradicional sigue habiendo elementos excluyentes que sustentan sociológicamente la intolerancia y la desconfianza que pretende combatir Urkullu; y a resultas de ello, algunos se creen más vascos (y mejores) que otros.
La identidad ideada por los hermanos Arana tenía tres elementos principales: una estirpe, una religión y una lengua. Los apellidos se fueron arrinconando, pues algunas de las familias que con más denuedo defendieron el vasquismo resultaron ser de origen francés (Chalbaud) o inglés (Horn); y el propio Luis Arana debió de cambiarle todos sus apellidos a su esposa catalana. Y aunque resulte una caricatura la película ‘Ocho apellidos vascos’, no deja de tener un fondo de verdad. En cuanto al catolicismo, éste ha ido desapareciendo del ideario nacionalista; aunque siga presente en el espíritu democrata-cristiano que informa la praxis de gobierno del PNV; empezando por la mencionada conferencia, que fue todo un canto al humanismo.
Para que sobreviviera lo fundamental del euskara, las autoridades nacionalistas decidieron sacrificar la literalidad del vizcaíno que hablaron los Arana, inventándose un idioma común –el batua– al estilo del hebreo moderno desarrollado por las autoridades de Israel. Vascos y judíos compartimos también numerosas diásporas, por lo que son muchos más los judíos que hablan inglés que los que hablan hebreo, siendo así mismo mucho más numerosos los vascos castellanoparlantes que los euskaldunes. Con más y menos justificación, parte de las poblaciones judía y vasca comparten la convicción de estar en «peligro de extinción»; razón por la cual muchos vienen apoyando la sistemática intolerancia hacia los que no consideran suficientemente comprometidos. Los judíos ultraortodoxos censuran a sus conciudadanos laicos por inmorales y no ser suficientemente firmes frente a los palestinos; mientras que muchos nacionalistas piensan que son «poco o nada vascos» quienes no apoyan a los partidos separatistas. Dos categorías autodesignadas de pertenencia al grupo.
El pasado domingo, un anciano trabajador bilbaíno que no pudo aprender euskara de niño, y que lleva más de cincuenta años arraigado en un pueblo guipuzcoano, se me quejaba de que todavía algunos le incordian en la taberna diciéndole que no es vasco. No es una excepción; el vascuence se sigue empleando cotidianamente como elemento de exclusión, pues se asocia su falta de dominio con desapego al pueblo. Presión social que en el ámbito rural puede llegar a ser importante, dado que son menores los ámbitos de socialización. Por ello, la normalización del vascuence debe de desprenderse de prisas y de todo elemento coactivo, por muy sutil que éste sea. Además, porque la realidad histórica es que el castellano es un idioma tan vasco como el euskara; ya nadie discute que el primero que lo escribió –en San Millán de la Cogolla– fue un vasco que lo glosó con términos euskericos. Primero fue el vascuence y luego el castellano, aunque éste se haya extendido más que aquel.