FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

Hace cosa de un año Ciudadanos purgó de su ideario las referencias a la socialdemocracia. Algo inaudito. Si un partido se sostiene en principios, la idea de cambiar de principios equivale, en rigor, a disolverse y fundar otro nuevo. Cosa distinta son las propuestas institucionales en las que cuajan los principios. Una misma propuesta se puede avalar desde idearios distintos. Se puede ser vegano por razones éticas, médicas y hasta religiosas. El Papa y yo estuvimos contra la guerra de Irak.

Hasta entonces Ciudadanos se había reconocido en dos tradiciones: el liberalismo progresista y el socialismo democrático. Dos tradiciones perfectamente compatibles. Sin ir más lejos, las dos asumen el individualismo ético, según el cual las personas son las unidades de valoración moral: piedra basal de nuestras normas jurídicas (no hay «culpas colectivas») y de la igualdad reconocible (por ejemplo, al distribuir recursos), que siempre es entre individuos (por eso resulta falaz la retórica de las balanzas fiscales). También, por cierto, asumen el presentismo ético: no cabe volver al pasado para reparar daños infringidos a quienes ya no están vivos ni –aunque esto es más discutible– para justificar un trato discriminador en el presente. Quienes importan son los que están y los que vendrán.

Aquel trasfondo permitía a Ciudadanos vertebrar sin torsiones intelectuales una coherente política en un espacio político virgen en nuestro país: una izquierda beligerante ante un nacionalismo antiigualitario por anticiudadano. Por ejemplo, para desmontar las barreras lingüísticas, defender el impuesto de sucesiones y la tarjeta sanitaria única. También para denunciar los despropósitos de la ley de violencia de género, algo que hizo durante un tiempo con argumentos que, en lo esencial, no diferían de los de Manuela Carmena y otras clásicas feministas, cuando en un artículo criticaban «la idea del impulso masculino de dominio como único factor desencadenante de la violencia contra las mujeres» o, más refinadamente, de otros feminismos analíticos que huyen de la falacia que atribuye a cada individuo las características «típicas» del grupo al que pertenece. La misma falacia que, dicho sea de paso, sostiene al racismo y la xenofobia.

Pero Ciudadanos se empeñó por competir en un espacio ideológico ya razonablemente cubierto por el PP. Inevitablemente, se sintió obligado a componer el gesto y enfatizar diferencias, algo que, con frecuencia, conduce a la desorientación ideológica y al oportunismo. Durante un tiempo tiró del moralismo. Frente al corrupto PP, el golpe en el pecho del fariseo en la insuperable acepción ferlosiana: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres». Y sí, la crítica a la corrupción está muy bien, pero carece de vuelo ideológico: ningún partido la defiende programáticamente. Últimamente, parece apuntarse a cualquier propuesta alentada por la peor izquierda, la antiilustrada, sin sopesar su solvencia analítica, y en reaccionar en contra de otras, porque las defiende el porquero de Agamenón. Entre el «de qué se habla, que me apunto» y el «de qué se habla, que me opongo». Exactamente aquello que no sucede cuando los principios son algo más que ornamentación.

La paradoja es que ahora, a pesar de sus esfuerzos, aparece empaquetado en el lote conservador, frente a un PSOE comprometido con los más reaccionarios, aquellos que no es que quieran bajar los impuestos es que quieren acabar con la posibilidad misma de redistribuir entre españoles. De redistribuir y de decidir. Si acaso, a la espera de pactar con un PSOE que ya no existe. Sin considerar la posibilidad de sustituirlo.