Miquel Escudero-El Imparcial

No acabamos de salir de unas elecciones cuando entramos en otras. Como esto es casi continuo, resulta agotador también para los electores. Estamos envueltos en una vorágine, una dinámica precipitada, de acuerdo a los intereses de los gobernantes que adelantan los comicios; no siempre con buen ojo. En cualquier caso, quedamos sometidos a un tóxico rollo demagógico. Este domingo votaremos para tener representantes en el Parlamento Europeo. Pocos políticos nos están hablando de Europa, sino que nos vierten un chapapote de proyecciones nacionales. ‘Nos van a oír’, dicen los de Vox, a lo que Jordi Cañas, de Cs, apostilla que más que hablar deberían trabajar, aludiendo a la escasa actividad de los eurodiputados de esa formación, en la que la energía se va por la boca propagando exabruptos y pésimos modos. Y pensar que hace años cuando a Vox no le correspondía tener espacios de propaganda en los medios públicos, puesto que no tenía representación, fue el presidente Sánchez quien quiso y logró que aparecieran en los debates televisivos; un pacto simbiótico en el que penas nadie repara. Sucede que ni siquiera en esta campaña al Parlamento Europeo, podemos salir del círculo vicioso y tedioso de Sánchez, Feijoo, Puigdemont, Díaz, Rufián o Buxadé.

Hablemos de las ideologías. Éstas, ha dicho el profesor Ricardo Moreno, prestan a quienes no disponen de ideas el mismo servicio que las pelucas a los calvos; esto es, les sirven para tapar sus carencias más elementales. El concepto de ideología, sin embargo, tiene varios sentidos y proviene del entorno de la Revolución Francesa. Para la interpretación de la realidad social, hay un repertorio de ‘ideologías’ que analizan la ocultación y revelación de los intereses que configuran una sociedad. Hay unas pocas variantes, pero más allá del ámbito de las tribunas intelectuales, implican otra cosa cuando alcanzan a la gente corriente.

Como se comprueba a diario, los políticos se dirigen a los ciudadanos de mal modo. Les repiten apasionadas cantinelas y frases hechas, ajustadas a un patrón alienador, que impide conectar con la propia razón (esta no es otra cosa que la propia vida de cada ciudadano asimilando lo que encuentran tal como lo encuentran, no como se les dice que deben ver). De forma sistemática, se les inocula percepciones erróneas y se les discapacita para revertirlas; se menoscaba la voluntad que pudieran desplegar para recomponer su sistema de ideas y corregir juicios mal fundados. Con estas acciones, la gente queda atrapada por ideas equivocadas, incapaces de reconocer la parte de verdad que pueda contener otro punto de vista.

Siguiendo esta pendiente, se llega al apogeo de los extremismos y a dejar dividida la sociedad en bloques antagónicos. Es la situación en que ahora estamos en Europa, con ultras de distinto pelaje envalentonados. Asistimos a la escenificación de un teatrillo de pimpampum; un panorama muy pobre y regresivo.

Ante un panorama desolador, ¿hacia dónde miraremos primero: hacia las ideologías o hacia quienes las representan? ¿En quién podemos confiar, en el mensaje o en el mensajero? ¿Podemos de verdad reconocer sin sesgo ideológico si están trabajando mucho, poco o nada por el bien común? ¿Sabemos interpretar sus rostros, sus gestos, sus voces? Resulta fundamental captar la autenticidad de quien tenemos delante y la intensidad de su realidad; guardando memoria tanto de una como de la otra. Si procediéramos de esta forma, se podrían dar vuelcos sorprendentes en las urnas, al votar a quienes han sido dictaminados por los poderes como ‘desahuciados’. ¿De verdad se podría? En primer lugar, haría falta la presencia de políticos valiosos y coherentes, con personalidad. Uno de ellos pide hoy crédito: “seguir en Europa para volver a empezar”.

Un buen político necesita el respaldo de buenos equipos organizados, que faciliten la labor específica que desarrollan y promueven (en programas a corto, medio y largo plazo), así como la mejor difusión de sus empeños y logros. Hay partidos, ciertamente, que han quedado diezmados y aparecen muy difuminados, pero podrían rehacerse y convendría que así fuese, dado el elenco de las formaciones que dominan hoy la escena política.

Siempre hay quienes ansían decidir por nosotros, anulando nuestra personalidad para que no pensemos y no podamos hacer o decir algo diferente de lo que se debe, de lo que ellos quieren. Sería esperanzador tener conciencia de estos atropellos y rebelarse, siquiera íntimamente. No sólo es magnífico “unir los esfuerzos de mentes divergentes”, tal como sugería el liberal Tocqueville, es una necesidad social.