Santiago de Pablo-El Correo
Para bien y para mal, el estamento eclesial ha seguido el mismo camino que la sociedad vasca
Cada año, las Jornadas de Pastoral Universitaria de la UPV/EHU plantean un tema atractivo para profesores y estudiantes, que a la vez sirva de puente entre la cultura y la fe, entre el mundo académico y el eclesial. Tras acercarse a cuestiones como mujer y religión, fe y ciencia o la memoria del Holocausto, las Jornadas de este año, celebradas recientemente, se han centrado en la actitud de la Iglesia ante el terrorismo de ETA.
Éramos conscientes de que se trataba de un tema polémico, que en el pasado ha dado lugar a múltiples controversias. Sin embargo, pensábamos que era posible abordar, con valentía y honradez intelectual, una cuestión que ha sido muy relevante en la historia vasca reciente. Además, el hecho de que ETA haya por fin desaparecido está abriendo la puerta a nuevas investigaciones sobre diversos aspectos de su historia -incluyendo su relación con la religión católica-, que empieza a ser posible analizar con cierta perspectiva.
Las Jornadas han confirmado el interés del tema, pero también la dificultad de acercarse a él con ecuanimidad, más allá del titular de trazo grueso o del tuit ocurrente, cuando no simplemente insultante. Dada la estrecha relación, pero también la clara diferencia entre memoria e historia, se dedicó un día completo a cada uno de estos enfoques. En el primero se presentaron relatos personales, que sacaron a la luz recuerdos y visiones heterogéneas: la más institucional del antiguo vicario general de Bilbao, la de la Coordinadora de Sacerdotes de Euskal Herria o la de dos cristianas de base, implicadas en movimientos pacifistas y de apoyo a las víctimas. Por su parte, la visión académica, aportada por expertos en la historia vasca reciente, confirmó las luces y sombras de la actitud de la Iglesia ante el terrorismo de ETA, reconocidas en la conferencia de clausura por el obispo emérito de San Sebastián, monseñor Juan María Uriarte.
No deja de ser significativo que, ya en 1968, el entonces obispo de la diócesis guipuzcoana, Lorenzo Bereciartúa, condenara expresamente el primer asesinato de ETA, que quitó la vida del joven guardia civil José Antonio Pardines, asegurando que «la violencia no es camino para resolver los problemas (…), no cabe, en cristiano, ninguna justificación para su empleo». Hay que recordar que, frente a esta clara condena, que continuó en los siguientes atentados mortales de ETA, incluso el presidente del Gobierno republicano español en el exilio, Fernando Valera, afirmaba en 1971 que «ni la acción violenta, ni el terrorismo revolucionario serán nuestras tácticas de combate. Las comprendemos y hasta las disculpamos -al considerar que el país está desde 1939, no gobernado, sino oprimido, y el Poder Público secuestrado por el Estado terrorista-, pero no las compartimos».
Si algo ha quedado claro en este repaso histórico a la relación entre la Iglesia y el terrorismo de ETA es que la actitud eclesial no ha sido muy distinta de la que han tenido otras instituciones de todo tipo y, en el fondo, de la propia sociedad vasca. Esta, tal y como están demostrando las investigaciones más recientes, tardó en reaccionar ante la violencia y, especialmente, en arropar y reconocer a las víctimas del terrorismo etarra. En este sentido, y así lo ha admitido monseñor Uriarte, los obispos deberían haber sido los primeros en «despertar» ante el dolor de las víctimas del terrorismo, con una solidaridad «más temprana, más intensa y más eficiente», conforme con las exigencias del compromiso evangélico.
A la vez, tal y como ha analizado Galo Bilbao, pueden documentarse más de mil condenas expresas del terrorismo de ETA por parte de los obispos del País Vasco y Navarra: una cifra a la que seguramente no llegan ni de lejos muchas otras instancias. De modo paralelo a lo que sucedió en toda la sociedad, desde mediados de los años noventa, y en especial desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco, las víctimas pasaron a estar mucho más presentes en el discurso y en el acompañamiento eclesial.
Por otro lado, al hablar de la relación entre la Iglesia y el terrorismo en el País Vasco se tiende muchas veces a centrarse únicamente en las palabras y actitudes de la jerarquía episcopal. Esta visión refleja una eclesiología ya anticuada puesto que, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, ha quedado claro que la Iglesia está formada no solo por los obispos, sacerdotes y religiosos, sino por un número mucho mayor de laicos que tratan de vivir su fe, fuera de las sacristías y de los muros de las iglesias.
Resulta esclarecedor que algunos de los testimonios más impresionantes de las Jornadas provinieran de mujeres cristianas de base, cuya labor a favor de la paz y del acompañamiento a las víctimas no sale en los medios de comunicación, pese a tener un alcance posiblemente mucho mayor que un extenso documento de la jerarquía. Asimismo, según ha señalado recientemente la historiadora Irene Moreno en su tesis doctoral sobre las movilizaciones por la paz en el País Vasco frente a la violencia de ETA, «en la participación en la Coordinadora Gesto por la Paz la socialización religiosa fue un factor determinante».
Cada año, las Jornadas de Pastoral Universitaria de la UPV/EHU plantean un tema atractivo para profesores y estudiantes, que a la vez sirva de puente entre la cultura y la fe, entre el mundo académico y el eclesial. Tras acercarse a cuestiones como mujer y religión, fe y ciencia o la memoria del Holocausto, las Jornadas de este año, celebradas recientemente, se han centrado en la actitud de la Iglesia ante el terrorismo de ETA.
Éramos conscientes de que se trataba de un tema polémico, que en el pasado ha dado lugar a múltiples controversias. Sin embargo, pensábamos que era posible abordar, con valentía y honradez intelectual, una cuestión que ha sido muy relevante en la historia vasca reciente. Además, el hecho de que ETA haya por fin desaparecido está abriendo la puerta a nuevas investigaciones sobre diversos aspectos de su historia -incluyendo su relación con la religión católica-, que empieza a ser posible analizar con cierta perspectiva.
Las Jornadas han confirmado el interés del tema, pero también la dificultad de acercarse a él con ecuanimidad, más allá del titular de trazo grueso o del tuit ocurrente, cuando no simplemente insultante. Dada la estrecha relación, pero también la clara diferencia entre memoria e historia, se dedicó un día completo a cada uno de estos enfoques. En el primero se presentaron relatos personales, que sacaron a la luz recuerdos y visiones heterogéneas: la más institucional del antiguo vicario general de Bilbao, la de la Coordinadora de Sacerdotes de Euskal Herria o la de dos cristianas de base, implicadas en movimientos pacifistas y de apoyo a las víctimas. Por su parte, la visión académica, aportada por expertos en la historia vasca reciente, confirmó las luces y sombras de la actitud de la Iglesia ante el terrorismo de ETA, reconocidas en la conferencia de clausura por el obispo emérito de San Sebastián, monseñor Juan María Uriarte.
No deja de ser significativo que, ya en 1968, el entonces obispo de la diócesis guipuzcoana, Lorenzo Bereciartúa, condenara expresamente el primer asesinato de ETA, que quitó la vida del joven guardia civil José Antonio Pardines, asegurando que «la violencia no es camino para resolver los problemas (…), no cabe, en cristiano, ninguna justificación para su empleo». Hay que recordar que, frente a esta clara condena, que continuó en los siguientes atentados mortales de ETA, incluso el presidente del Gobierno republicano español en el exilio, Fernando Valera, afirmaba en 1971 que «ni la acción violenta, ni el terrorismo revolucionario serán nuestras tácticas de combate. Las comprendemos y hasta las disculpamos -al considerar que el país está desde 1939, no gobernado, sino oprimido, y el Poder Público secuestrado por el Estado terrorista-, pero no las compartimos».
Si algo ha quedado claro en este repaso histórico a la relación entre la Iglesia y el terrorismo de ETA es que la actitud eclesial no ha sido muy distinta de la que han tenido otras instituciones de todo tipo y, en el fondo, de la propia sociedad vasca. Esta, tal y como están demostrando las investigaciones más recientes, tardó en reaccionar ante la violencia y, especialmente, en arropar y reconocer a las víctimas del terrorismo etarra. En este sentido, y así lo ha admitido monseñor Uriarte, los obispos deberían haber sido los primeros en «despertar» ante el dolor de las víctimas del terrorismo, con una solidaridad «más temprana, más intensa y más eficiente», conforme con las exigencias del compromiso evangélico.
A la vez, tal y como ha analizado Galo Bilbao, pueden documentarse más de mil condenas expresas del terrorismo de ETA por parte de los obispos del País Vasco y Navarra: una cifra a la que seguramente no llegan ni de lejos muchas otras instancias. De modo paralelo a lo que sucedió en toda la sociedad, desde mediados de los años noventa, y en especial desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco, las víctimas pasaron a estar mucho más presentes en el discurso y en el acompañamiento eclesial.
Por otro lado, al hablar de la relación entre la Iglesia y el terrorismo en el País Vasco se tiende muchas veces a centrarse únicamente en las palabras y actitudes de la jerarquía episcopal. Esta visión refleja una eclesiología ya anticuada puesto que, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, ha quedado claro que la Iglesia está formada no solo por los obispos, sacerdotes y religiosos, sino por un número mucho mayor de laicos que tratan de vivir su fe, fuera de las sacristías y de los muros de las iglesias.
Resulta esclarecedor que algunos de los testimonios más impresionantes de las Jornadas provinieran de mujeres cristianas de base, cuya labor a favor de la paz y del acompañamiento a las víctimas no sale en los medios de comunicación, pese a tener un alcance posiblemente mucho mayor que un extenso documento de la jerarquía. Asimismo, según ha señalado recientemente la historiadora Irene Moreno en su tesis doctoral sobre las movilizaciones por la paz en el País Vasco frente a la violencia de ETA, «en la participación en la Coordinadora Gesto por la Paz la socialización religiosa fue un factor determinante».