José Luis Pardo- El País
Después de 40 años de hegemonía nacionalista y con la lengua como elemento identitario, en Cataluña se ha impuesto una visión que prescinde de los hechos, pero no por ello es menos eficaz para sumar adhesiones
Me he acordado de todo esto al leer en algún sitio el reproche de que los independentistas catalanes “viven en una realidad paralela”. Una acusación no basada en hechos, sino en estadísticas: esa “alucinación colectiva” afectaría a menos de la mitad de los votantes de Cataluña (es decir, que el marco interpretativo independentista no es falso, sino minoritario). Pero los secesionistas recuerdan a diario a quien quiere escucharles que en torno a un 80% de los catalanes apoyan un referéndum de autodeterminación. Se objeta entonces que muchos de ellos votarían No en ese referéndum. Pero quien así razona ya ha caído en las garras de la ficción, porque un pueblo solo puede decidir integrarse o no en un Estado si ya es soberano y, por tanto, independiente. Es decir, que la independencia no es un resultado (posible) de ese referéndum, sino una condición (necesaria) de su mera convocatoria. De manera que, si sumamos al independentismo explícito de los convocantes del 1-O el soberanismo implícito de los partidarios del referéndum, resulta que el marco interpretativo mayoritario en Cataluña es el de quienes creen que tienen un “derecho a decidir” la forma del Estado español del que carecen el resto de sus compatriotas. Yo diría que esto es una ilusión, pero para hacerlo tendría que recurrir a los hechos —a los hechos jurídicos, en este caso—, no a la estadística, y ello me convertiría en un reaccionario tan obcecado como el viejo Lord Russell, y se me podría acusar de atentar contra las ilusiones colectivas.
Además, ¿cómo una ficción tan contraria a los hechos podría haberse convertido en mayoritaria? No de un día para otro, desde luego, sino durante 40 años de hegemonía nacionalista en Cataluña. Porque el nacionalismo es la creencia en que los portadores de cierta identidad son superiores a los que no la portan (y, por lo tanto, tienen más derechos que ellos). Yo diría de nuevo que eso es una ilusión pero los nacionalistas intentan evitar esa conclusión señalando un “hecho”: el hecho diferencial que les hace distintos, es decir, superiores. A diferencia del nacionalismo vasco, el catalán no busca este hecho en la genética sino en la cultura, en ese hecho de cultura que es la lengua. Durante los citados años de catalanismo triunfante, la política de inmersión lingüística ha actuado como dispositivo de naturalización del nacionalismo en Cataluña, identificando el “ser catalán” con “hablar catalán” (como lengua preferente), y el “hablar catalán” con “ser nacionalista”. Y hasta tal punto se ha “normalizado” esta identificación que el nacionalismo se ha convertido en Cataluña en una marca políticamente transversal que permite sistemáticamente ganar elecciones a derecha e izquierda. ¿Quién se atrevería ahora a contradecir a esa mayoría tan arraigada y recordar que, como habría dicho Nietzsche, no hay hechos diferenciales, sino interpretaciones diferenciales (o sea, supremacistas) de los hechos?
El éxito mayoritario de la ilusión nacionalista se basa, en este caso, en que no solamente aglutina a los buenos catalanes (los nacidos en la familia correcta con la correcta lengua materna) sino que, aunque no sea del todo cierto, también promete a quienes nacieron en familias equivocadas que podrán llegar a serlo si se catalanizan, es decir, si se nacionalizan y se normalizan, si se hacen nacionalistas. Y ello con el beneficio añadido de que esa conversión les dará una pátina de progresismo, pues como todo el mundo sabe el catalanismo es consustancialmente antifranquista y, por tanto, intachablemente democrático y hasta un poco revolucionario (por lo cual su alianza con la CUP, en contra de lo que suele decirse, no tiene nada de incongruente, pues es sabido que el capitalismo es asaz disolvente de las esencias nacionales). ¿Por qué es preciso actualmente ser antifranquista? En el terreno de los hechos, claro está, no tiene sentido alguno. Pero este es el punto en donde la ilusión mayoritaria se consolida como lo hacen todas las ficciones identitarias, fabricándose un enemigo (del cual aparecerá como víctima) a la altura de su supremacía. Y así es como ese 20% que en Cataluña se resiste al nacionalismo aferrándose a los hechos —que en este caso son los derechos constitucionales— ha sido convertido en la liga de los malos catalanes irreductibles (que no apoyan el referéndum y son reacios a que sus hijos estudien solo en catalán), espanyols analfabetos y alcoholizados que conducen enloquecidamente sus taxis por Las Ramblas escuchando a Jiménez Losantos, cantando a voz en cuello Suspiros de España y con el yugo y las flechas colgando del espejo retrovisor. Que es, por cierto, la imagen que el soberanismo ha construido de España: el “régimen del 78” como continuación disimulada del fascismo. No se dirá, pues, que “la profunda división” que afecta a la sociedad catalana es un hecho sobrevenido en los últimos años: hunde sus raíces en las políticas educativo-culturales continuadas durante décadas con el aplauso o la indiferencia de los partidos de alcance estatal que ahora se rasgan las vestiduras ante sus secuelas.
Este es, pues, el marco interpretativo dominante (absolutamente fantástico, pero no por eso ineficaz) en el cual la ficción soberanista se torna estrictamente coherente, como igualmente resulta coherente el corrimiento del espectro ideológico estatal en el que se ha insertado con sonados triunfos la nueva izquierda revolucionaria nacida del 15M, y debido al cual quienes a principios de siglo eran de izquierdas (pero no nacionalistas ni anticapitalistas), sin necesidad de haber cambiado de ideas y de acuerdo con las nuevas coordenadas interpretativas, han acabado situados en el hondo pozo del facherío, muy a la derecha de Marine Le Pen o de Trump, que al menos luchan contra el establishment (es decir, al menos son nacionalistas y, por lo tanto, progresistas). Que es —se lo advierto— donde terminarán ustedes si se les ocurre, como al incombustible Bertrand Russell, invocar la correspondencia con los hechos como fundamento de la verdad en lugar de aceptar la más hodierna teoría de la verdad como coherencia con el delirio dominante.
José Luis Pardo es filósofo.