Javier Zarzalejos-El Correo

  • La vuelta de Tarradellas fue una prueba de éxito. Que Puigdemont regrese impune será la muestra evidente de la izquierda que ha decidido vivir de prestado

La resistencia que se atribuye a Pedro Sánchez ha ido forjando una imagen del presidente en funciones como un actor político inmune al desgaste, capaz de resolver sus aprietos en el último momento con una jugada inesperada que le saca del atolladero.

Esta imagen ha reverdecido después de que los resultados de las elecciones generales dejaran al centro-derecha al borde de la mayoría absoluta y, en esa medida, abrieran la oportunidad de recrear una mayoría Frankenstein en el ‘más deforme todavía’ con la incorporación de Junts y el inquietante patrocinio de Puigdemont, prófugo de la Justicia.

El proceso ha sido siempre el mismo: primero se normaliza lo anormal, lo política y democráticamente patológico, y después se ensalza lo patológico como lo bueno y deseable. La narrativa del «reencuentro» que sitúa una amnistía incomprensible como eje es tan falaz como pedestres son sus motivaciones: simplemente conseguir los votos que Sánchez necesita para ser presidente del Gobierno. Y ya se está preparando el terreno para que aquello que resulta patológico en un sistema democrático basado en el respeto al Estado de Derecho y la igualdad de todos ante la ley llegue a parecer una bendición que nos permitirá vivir felices para siempre, al menos en lo que respecta al secesionismo catalán.

Naturalmente, nada de esto va a ocurrir. Dentro de mes y medio se cumplen 45 años de la Constitución y hay que oír lo que grita Puigdemont de España y su democracia. La amnistía ni será clave de reencuentro ni disuadirá de nuevas aventuras. ¿Por qué iba a tener ese efecto? Los secesionistas de la risible coalición progresista no asumen ningún compromiso, solo ganan, nada ofrecen a cambio salvo sus votos cuyo único beneficiario es Pedro Sánchez, no la sociedad española, ni la estabilidad institucional, ni el respeto a la Constitución siquiera en las formas. Los secesionistas progresistas de la coalición no acudieron a las consultas con el Rey, y de asistir a la celebración del 12 de octubre ni hablamos. Los beneficios de sus pactos con Sánchez están perfectamente delimitados. De ellos se benefician la extrema derecha supremacista y acarlistada de Cataluña y la cosecha política de ETA, y dos en aprietos por la lucha interna en el nacionalismo como son Esquerra Republicana y el PNV, que esperan ser también comensales, pero que podrían muy bien terminar siendo parte del menú.

Tiene su aquel que, al día siguiente de la Fiesta Nacional, Sánchez reservara en su agenda el encuentro con la portavoz de Bildu en el Congreso, con foto y sonrisa -sobre todo la de Aizpurua- que es recibida sin que la coalición que esta representa condenara en el Ayuntamiento de Vitoria la vandalización infame de la tumba de Fernando Buesa, precedida el día anterior del ataque al monolito que señala el lugar de su asesinato junto a su escolta, el ertzaina Jorge Díaz. Porque para el socialismo sin brújula, semejante barbaridad no es nada comparada con la última sandez que algún político adversario de segunda -preferiblemente Vox- suelta por las redes sociales.

Así, 45 años después algunos quieren hacernos creer que tenemos que seguir rogando que se asuman las vías constitucionales, que se respeten las reglas del juego, que no se agredan símbolos que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace suyos con mayor o menor fervor. Se nos pedirá celebrar que alguna frase retorcida en algún párrafo del acuerdo de investidura con Puigdemont, si es que llega a conocerse, pueda entenderse que significa que vuelven a la actividad institucional. No será cierto, pero una dedicada labor de venta permitirá a los coros mediáticos tener un clavito al que agarrarse para ofrecer como novedad histórica lo que no dejará de ser, en el mejor de los casos, una añagaza semántica.

¿Qué favor nos hace Puigdemont? Su horizonte hasta que medie la amnistía es seguir disfrutando de los inviernos de Bruselas con muchas posibilidades de ser entregado a la Justicia española. Pero, además, es que aquí no hay operación de Estado alguna, sino el arreglo descarnado de conveniencias. Si Puigdemont vuelve y no es para rendir cuentas ante la Justicia, su retorno no significará lo que supuso el regreso de Tarradellas y su «ciudadanos de Cataluña, ¡ya estoy aquí!».

Será el negativo torvo de esa imagen que representó el anciano presidente de la Generalitat en el exilio -aquello sí lo era-: la voluntad de acuerdo, el esfuerzo de convivencia, el reconocimiento de la transformación cultural y política de una España en camino de reconciliación.

Que Tarradellas regresara fue una prueba de éxito. Que Puigdemont regrese impune será la muestra más evidente y duradera del declive de la izquierda que ha decidido condenarse a vivir de prestado.