Manuel Muela-Vozpópuli
Cuando llegue el tiempo de hacer el inventario de daños, no cabe duda de que cabrá hacer cambios para fortalecer competencialmente al Estado
El desenvolvimiento de la epidemia, de cuyo desenlace seguimos in albis y de ahí la preocupación que nos embarga a todos, va poniendo de manifiesto datos a tener en cuenta para el momento en que España aborde la resolución de los problemas económicos, sociales y políticos surgidos, o simplemente agravados, con la crisis sanitaria. Y entre esos datos hay dos que, a mi juicio, destacan sobre todos los demás: la debilidad del sistema sanitario, fundamentalmente su falta de medios y de previsión, contra la que han luchado de forma encomiable sus profesionales, y el olvido e imprevisión en el sector de las residencias de ancianos, cuyos sacrificados empleados han quedado desbordados y convertidos en testigos impotentes de la mortandad en sus centros que, según se estima, representa algo más del 60% del total de fallecidos hasta la fecha. Ambos sectores, sanidad y residencias de mayores, son competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas, por lo que son estas y no el Gobierno Central las máximas responsables de lo ocurrido. Por eso, en nuestros cahiers de deoléances o memorial de agravios de esta crisis, las regiones autónomas, mal que les pese a algunos, deberán figurar en lugar destacado. La revisión del modelo parece imperativa.
Por razones históricas, que podemos centrar en el último siglo y medio del constitucionalismo español, la organización de nuestro Estado ha sido objeto de controversia entre las pulsiones centralizadoras y las centrífugas, contempladas ambas desde la perspectiva democrática. Los hitos fundamentales de ese recorrido constitucional los podemos resumir en el intento federal de la Primera República de 1873, que fracasó, la Restauración de 1876, con Estado centralizado y soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, que vivió azarosamente, sobre todo sus últimos veinticinco años, hasta la Segunda República de 1931. Esta incluyó en su Constitución la definición del Estado integral y creó el modelo autonómico, pero su corta duración impide valorar adecuadamente su alcance. Finalmente, la Constitución de 1978 adoptó algunos mimbres del modelo autonómico republicano, separándose, en mi opinión, del rigor doctrinal y normativo de aquel para practicar una ejecución que ha devenido en un sistema cuasi confederal que ha transformado a nuestro Estado en algo casi gaseoso.
Un derecho teóricamente positivo para la estructuración del Estado ha sido desnaturalizado hasta el punto de vaciarlo de competencias, provocando además iniciativas separatistas
No se trata de afirmar que el reconocimiento del derecho a la autonomía de las regiones sea negativo per se. De hecho hay países en los que la regionalización se ha desarrollado en términos beneficiosos para el funcionamiento institucional, con el objetivo de que los ciudadanos aprecien la eficacia de los poderes públicos y de su propio Estado. Pero en España eso no ha sido así porque, en realidad, un derecho teóricamente positivo para la estructuración del Estado ha sido desnaturalizado hasta el punto de vaciar a este de competencias, provocando además iniciativas separatistas como prólogo del fracaso del modelo constitucional actual. Que no debería ser así, pero, desgraciadamente, lo es y por ello, después de experiencias sucesivas a lo largo de nuestra historia constitucional, parece obligado acometer una revisión que la ejecutoria de la crisis actual ha convertido en urgente.
El Estado, atrapado
La crisis está poniendo a prueba todo el entramado institucional, sobre todo con la exigencia de dirección y de autoridad para conducirla. Y algunos pensábamos y hasta reclamábamos que correspondía al Gobierno nacional capitanear la dura travesía. Por eso, la declaración del estado de alarma en términos más cercanos a los del estado de excepción desde el punto de vista constitucional, dicho sea de paso, era un mal menor si se conseguía ordenar el caos inicial observado en la primera quincena de marzo. Pero, pasados los primeros momentos del confinamiento para evitar el colapso de nuestros hospitales, la realidad del Estado fragmentado se ha ido imponiendo y el Gobierno nacional, carente de medios y con ministerios vacíos de competencias y estructuras, parece atrapado en unos engranajes perversos por su ineficacia trágicamente constatada. Lo sorprendente es que ese Gobierno, que es víctima de ello y que tendrá que rendir cuentas, manifieste su contento con el modelo sin la menor autocrítica y mucho menos la sugerencia de su revisión.
Lo que estamos sufriendo y lo que nos queda se ve agravado cada día que pasa por el sentimiento de orfandad que se deriva al observar las idas y venidas de los responsables públicos. Puede que para una parte de la población resulte una sorpresa desagradable lo que sucede en la conducción de los asuntos públicos en tiempos de crisis; sin embargo, hay otra parte de nuestra sociedad, cercana al 30%, que a lo largo de los años, en encuestas de opinión sucesivas, ha venido manifestando sus reservas acerca del ejercicio del modelo autonómico y que posiblemente ha visto confirmados sus temores con este estallido de inoperancia.
Hay otros importantes responsables que son los 17 dirigentes de las Comunidades Autónomas, acompañados de nutridas estructuras de medios y de competencias, que no han estado a la altura de lo exigido
Es el mayor deseo que España supere una crisis que nos ha puesto a la cabeza de los países peor parados de la misma. Y sería mezquino cargar las tintas sólo contra el Gobierno nacional, porque hay otros importantes responsables que son los 17 dirigentes de las Comunidades Autónomas, acompañados de nutridas estructuras de medios y de competencias, que no han estado a la altura de lo exigido. Por supuesto, habrá grados, pero el balance general es desolador, se mire como se mire.
Y lo reconozca el Gobierno o no, parece exigible que se enmiende la trayectoria de complacencia institucional, con esas videoconferencias a 17, que se viene siguiendo durante esta alarma prolongada, cada vez más inquietante. Después, cuando llegue el tiempo de hacer el inventario de daños para proyectar el futuro constitucional de España, no me cabe duda de que la certificación del fracaso del Estado Autonómico impulsará un cambio para fortalecer competencialmente al Estado y que, en lo sucesivo, los Gobiernos nacionales no vivan en la impotencia permanente para poder desarrollar las políticas de interés general. Esta, junto con otras, será una lección más que no debería caer en saco roto.