GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-El Correo

La derrota policial y judicial de ETA y su entierro oficial –con la ‘disolución’ de esta semana– han suscitado cierto debate acerca de cómo debemos contar las páginas más oscuras de nuestro pasado reciente. En ese sentido, se ha acuñado la expresión «la batalla del relato», que resulta un tanto desafortunada, ya que tiene connotaciones bélicas y traslada la idea de que todas las narraciones acerca de la historia son igual de legítimas. Y no es así.

En primer lugar, conviene aclarar de qué hablamos cuando hablamos de «el relato». Pese a que ya es de uso corriente, se trata de un término polisémico: según la RAE, puede ser tanto el «conocimiento que se da (…) de un hecho» como un «cuento», es decir, ficción. Para Peter Burke es una historia que la gente se cuenta entre sí para dar sentido a su experiencia. Es la forma (¡y el fondo!) en la que describimos y (nos) explicamos el pasado. Conforma una unidad narrativa estructurada, cerrada, coherente, textualmente significativa, comprensible y verosímil: tiene apariencia de verdadero, pero no necesariamente lo es. De nuevo, la distinción clave: hay relatos basados en el conocimiento y otros en la ficción.

De igual manera, coexisten diferentes narraciones acerca del terrorismo. Y resulta lógico, ya que tienen el sello de autores con formación, sensibilidades y objetivos divergentes. Hay dos que destacan sobre el resto. Por una parte, el relato de los historiadores y otros científicos sociales, que buscan acercarse lo máximo posible a la verdad por medio del método científico y el estudio serio y riguroso de las fuentes disponibles. Los investigadores suelen estar vinculados a la universidad u otras instituciones, participan en congresos, escriben en revistas académicas y son reconocidos por sus pares. Son conscientes de sus limitaciones y de su propia subjetividad, por lo que procuran aparcar sus propias ideas. Al fin y al cabo, su finalidad es el avance del conocimiento; hacer historia, no hacer patria, clase o cualquier otra identidad.

Por el contrario, la prioridad de los propagandistas es servir a una causa política, aun cuando el precio a pagar sea tergiversar los acontecimientos. El fin justifica los medios. La mayoría no solo carece de formación académica especializada, sino que desprecia la historia como disciplina científica. Se trata de proselitistas que escriben una literatura panfletaria, ad probandum, sin investigación previa y con nulo respeto por la deontología historiográfica. Por supuesto, hay propagandistas de todos los colores, pero aquí gozan de mayor predicamento los que están vinculados al nacionalismo vasco radical. Su relato tiene un argumento central, «el conflicto»: la supuesta guerra étnica en la que los ‘invasores’ españoles y los ‘invadidos’ vascos llevarían enzarzados desde la noche de los tiempos y cuyo penúltimo capítulo sería ETA. Se trata de un mito, el equivalente abertzale a la ‘lucha de razas’ del nazismo o la ‘Cruzada’ del franquismo.

No todos los relatos tienen el mismo valor: la fabulación del propagandista no debe colocarse a la misma altura que el trabajo del historiador. Tampoco es factible hacer una síntesis entre ambas narrativas, pues el único término medio entre la verdad y la mentira es la media mentira. Por otro lado, la expresión «batalla del relato» proyecta la imagen de la pugna entre dos bandos iguales, trasunto del «conflicto vasco», por lo que no resulta adecuada. ¿O acaso se ha entablado una «batalla de la salud» entre la homeopatía y la medicina?

Ahora bien, aun sin «batalla», los médicos están obligados a denunciar las terapias alternativas que creen peligrosas, al igual que los historiadores y los científicos sociales deben denunciar los mitos, contraponiéndolos a los hechos. Nuestra función académica consiste en investigar, pero nuestra función social es divulgar, ya sea por medio de libros, unidades didácticas, conferencias, medios de comunicación, exposiciones, proyectos audiovisuales o redes sociales. Y es que la difusión de nuestro trabajo es una de las vacunas con las que cuenta la ciudadanía para protegerse de la falsedad deliberada y de sus perniciosos efectos.

Hemos de tener en cuenta que la propaganda es peligrosa. «Los mitos varían enormemente en cuanto a su concordancia con la realidad», indicaba Walker Connor. «Ahora bien, sean cuales fueren sus fundamentos reales, los mitos engendran su propia realidad, ya que, por lo general, lo que más relevancia política tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real». Siguiendo a Martín Alonso, «las historias ficticias producen emociones reales y las emociones tienen consecuencias». En ese sentido, conviene recordar que durante décadas la narrativa del ‘conflicto’ fue el caldo de cultivo del terror: generó el odio y el fanatismo que animaron a los miembros de ETA a asesinar a 853 seres humanos y herir a casi otros 2.600.

Aunque los restos de la banda hayan sido enterrados, su legado permanece. El ciclo de violencia puede repetirse. Como escribía el superviviente del Holocausto Primo Levi, «lo sucedido puede volver a suceder, las consciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también». Hay un remedio para evitarlo: el relato de los historiadores, edificado sobre la investigación, el debate, el rigor y la verdad.