Jon Juaristi-ABC

LA probabilidad de que Cataluña ntre en un ciclo de violencia de impredecible deriva aumenta en la medida en que se prolonga la impunidad de los golpistas. El conjunto del separatismo (los nacionalistas propiamente dichos y la extrema izquierda) no ve en la indecisión del Gobierno un síntoma de debilidad del Estado. No. El Estado sigue siendo fuerte. Mucho más fuerte que la Generalitat y que todo el aparato organizativo del independentismo, y eso lo sabe hasta el más burro de los insurrectos. A un Ejército profesional no se le vence con banderas, a menos que el Estado al que pertenece ese ejército esté metido en conflictos armados que desaconsejen abrir nuevos frentes, y no es el caso. Lo que los separatistas ven en la inhibición del Gobierno, en el hecho de que no detenga a los golpistas ni movilice a las fuerzas armadas y se refugie detrás de una niebla de discursos pomposos y banales, es la prueba de que no cree en la legitimidad de su causa, y eso confirma a los separatistas en la convicción de la legitimidad de la suya.

No digo que sea así en el caso de los dirigentes del golpe ni en el de la alcaldesa de Barcelona (semejante colección de cínicos y de sinvergüenzas no se había visto en Europa desde el contubernio nazibolchevique), pero sí en el de las bases demenciadas y paletas del difícilmente cuantificables, y muy capaces de poner en marcha una violencia de masas incendiaria y linchadora. A eso los catalanes castizos le llamaban la rauxa y ya hemos visto sus preludios en los escraches contra la Policía Nacional y la Guardia Civil.

Un linchador sólo necesita creer en la justicia de su causa. El repliegue del Gobierno, su escaqueo tras jueces, tribunales e invocaciones estúpidas a tratados de la UE, confirma a los virtuales ejecutores de la violencia popular (que para la extrema izquierda es siempre justa y revolucionaria y para los nacionalistas justificable y patriótica) en su sospecha de que tienen frente a ellos a un ejecutivo corrupto y golpista, como dice la golpista Colau, al que impide hacer uso de las medidas legales previstas por la Constitución la evidencia de su reprobación internacional. En lo de la corrupción, el mantra socialdemócrata ha sido mucho más eficaz para minar la imagen exterior del Gobierno que las campañas de Podemos.

Por supuesto, las socialdemocracias europeas están muy dispuestas a creer que un gobierno corrupto no tiene empacho alguno en reprimir brutalmente a niños y ancianos, contribución folletinesca del separatismo a la previa narrativa rencorosa de Pedro Sánchez. Si además el Gobierno no hace nada, se interpretará como una admisión avergonzante, que diría la vicepresidenta neologista, de su corrupción y de su brutalidad. Esa interpretación, común en el interior a la opinión separatista e izquierdista y en el exterior a la opinión pública mayoritaria (más trabajada por los medios que por las instituciones) constituye por sí sola una coartada eficacísima para la violencia popular.

Pues bien, precisamente así organizamos en su día desde ETA la traca final contra el franquismo. ¿O es que creen que esto se lo han inventado Carles Puigdemont y Anna Gabriel mientras se peinan? Obviamente, el franquismo reaccionó con violencia, pero no con la suficiente para terminar con ETA. No podía. La operación de descrédito había funcionado y por eso la democracia heredó el terrorismo nacionalista vasco. Estamos a punto de entrar en un ciclo parecido mientras las lumbreras del Gobierno siguen a resguardo como caracoles en sequía. En fin, a lo mejor un día de estos llueve y se deciden a sacar los cuernos al sol.