IGNACIO CAMACHO-ABC
- El Gobierno va a aprobar la amnistía sin explicar por qué necesitó perder las elecciones para percibir sus virtudes políticas
Cuando mañana se apruebe en el Congreso el texto más o menos definitivo de la ley de impunidad, llamada de amnistía, el Gobierno seguirá sin explicar la razón por la que antes de las elecciones no percibió sus alabadas virtudes políticas ni la consideró –más bien al contrario– compatible con el espíritu constitucionalista. Hasta el 23 de julio por la noche no había ningún miembro del PSOE capaz de atisbar las propiedades sanadoras de la iniciativa que ahora se vende a los españoles como una medida perentoria para restablecer en Cataluña la convivencia cívica. Antes de esa conversión paulina, el discurso oficial proclamaba que el conflicto catalán estaba, si no resuelto, sí aplacado de forma concluyente gracias a la mano tendida del liderazgo sanchista, que el ‘procès’ había pasado a la historia de manera casi definitiva y que la tensión del separatismo discurría por una vía razonable sin más problemas que los de cualquier otra autonomía.
Para el presidente, sus ministros y sus turiferarios mediáticos, Puigdemont era entonces un xenófobo chalado, un fantasmón patético que arrastraba su amortizado delirio de grandeza por las habitaciones de su chalé alquilado en Waterloo y soltaba soflamas secesionistas en el Europarlamento sin que nadie le hiciera caso. Hasta que el escrutinio electoral le otorgó siete escaños de importancia decisiva para que Sánchez pudiera revalidar el mandato, momento en que se convirtió en ‘president’ en el exilio y empezó a recibir peregrinaciones de emisarios empeñados en convencerle de que era la hora de regresar con su honor intacto. De repente la amnistía pasó de imposible a imprescindible, de disparate jurídico a instrumento pacificador de impecable encaje democrático, y el bloque de progreso se movilizó para otorgarla de inmediato entre jeremíacos lamentos por haberla demorado tanto. De no ser por los siempre engorrosos trámites parlamentarios, el prófugo habría recibido el perdón en el acto mediante el rito taumatúrgico de la imposición de manos.
Ésta es la hora en que tanta incomprensión va a ser por fin reparada. Ha habido que perfilar ciertos detalles y pulir no pocas discrepancias para que el reticente desertor aceptara beneficiarse de la gracia, convencido como está de que la justicia del Estado opresor aprovechará cualquier fisura legal para atraparlo en sus garras. Quedan aún espesas nubes de desconfianza en buena parte de la opinión ciudadana, pero el aparato de propaganda se encargará de disiparlas con toda la fuerza de convicción necesaria. Y cuando Puigdemont vuelva y reitere entre un flamear de banderas su designio de independencia, la trompetería oficialista proclamará que se trata de una impostura destinada a mantener las apariencias ante una minoría irredenta. Si la Corte europea no lo remedia, la Constitución no sólo va a quedar de rodillas, como dice Page, sino mirando para Cuenca.