ABC 10/11/16
JAVIER RUPÉREZ, FUE EMBAJADOR DE ESPAÑA (EN EE.UU. ENTRE 2000 Y 2004)
· Lo novedoso de estas elecciones presidenciales americanas es que han sido ganadas por un candidato que voluntariamente se sitúa fuera de los consensos nacionales e internacionales que, con sus diversas alternativas, aciertos y errores, han venido marcando la proyección de los Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial.
Aunque pueda parecer recurso dialéctico pobre y redundante, lo primero que cabe hacer con respecto a los resultados de las elecciones presidenciales americanas de 2016 es precisamente aquello que el ya elegido presidente de los Estados Unidos había rehusado admitir en su carrera hacia la Casa Blanca: los resultados reflejan la voluntad del pueblo americano y merecen acatamiento, aunque algunos duden sobre si también acreditan respeto. Otro será el momento de analizar cuál es el sorprendente elemento político y social que permite el acceso a la poderosa magistratura ejecutiva del país más poderoso de la tierra de un personaje excéntrico, en el sentido más literal de la palabra, por completo ajeno a las complejidades y exigencias de las responsabilidades políticas, ignorante de los condicionantes en los que se mueve el mundo y sus circunstancias, de genio fácil y pronto ante inmigrantes, mujeres, discapacitados, periodistas o simplemente ante todo aquel que pretendiera oponérserle o ignorarle. Y desde luego siempre cabrá recordar que esta como siempre agotadora campaña electoral americana no ha estado marcada por la excelencia de los contendientes, sino por más bien por la doméstica e cómoda tarea de elegir entre lo malo y lo peor. En el mundo convencional de los analistas políticos, medios de comunicación y responsables sociales Hillary Clinton encarnaba el menos malo de los escenarios posibles, donde previsibilidad y experiencia podrían compensar una complicada trayectoria de ocultamientos, desvíos e inconsecuencias, unos propios en exclusiva y tantos otros compartidos por la firma «Clinton y Compañía». Pero no es esta la primera vez en estos convulsos meses en que la sabiduría convencional se ve brutalmente derribada ante el impulso de la voz popular. No cabría sin impudicia considerarla en esta ocasión «vox Dei» pero tampoco negarle la validez de un sistema que, a pesar de las prédicas de Donald J. Trump en contrario, no es fraudulento.
Entre tanto, la urgencia es otra y viene cargada de multiplicidad de interrogantes. El primero y fundamental se refiere a la misma personalidad de ya elegido presidente Trump: ¿es este que ya paladea las mieles del triunfo el que en el curso de las pocas últimas semanas de la campaña se ha limitado a leer cansinamente los medidos textos del «teleprompter» o más bien el que durante un año ha hecho gala de vulgaridad y mala educación? Ahora que ya no tendrá por qué someterse a la disciplina impuesta por directores de campaña y técnicos de comunicación, ¿habrá recibido la gracia de estado que le permita, cual hombre nuevo, mostrarse a la altura de la dignidad que el Despacho Oval de la Casa Blanca presupone y exige, o volverá a ser el Trump de antes, dado al insulto fácil, la descalificación rápida y el propósito obsceno? ¿Cuál es el Trump que llega a la mansión de la Avenida Pennsylvania?
¿Y cuáles serán las políticas de la nueva administración tras los pocos enunciados concretos que el candidato Trump había ido desgranando a lo largo de sus intervenciones? Conocido es su loable propósito de devolver la –se supone que perdida– grandeza a América. Y en el contexto de tal diseño resuena con fuerza su promesa de sustituir de manera inmediata el sistema de salud pública que había sido bautizado con el nombre de «Obamacare». Es cierto que venía cargado de notables imperfecciones, como cierto es que su relativo fracaso pesaba significativamente en el haber electoral de la candidata Clinton. Pero nada se sabe del esquema que podría llegar a sustituirle. Esa indefinición programática es la que marca el catalogo de los anuncios trumpianos, por sistema más dados a la hipérbole que a la concreción, tan llenos de retórica como ayunos de numerales. Siempre que no se traten de los relativos a la inmigración. Una vez llegado a la Casa Blanca, ¿intentará realmente Trump poner en marcha alguna de las variedades de su programa antiinmigratorio, oscilando entre la expulsión de los once millones de inmigrantes ilegales que se calcula viven en el país y fórmulas menos drásticas pero no menos exigentes de control y eventual readmisión? ¿Aplicará las fórmulas de vigilancia frente a la población permanente o transeúnte de religión musulmana a las que varias veces se ha referido?
Ysi de la política exterior se trata, ¿seguirá pensando exigir al Gobierno mexicano el abono del coste de la muralla que planea construir entre los dos países para evitar la inmigración ilegal? ¿Mantendrá su promesa de denunciar el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica contraído hace dos decenios entre los Estados Unidos, México y Canadá? ¿Hará cierta su promesa de elevar significativamente los aranceles de los productos chinos que entran en los Estados Unidos? ¿Hará lo propio con todas las empresas norteamericanas que decidan trasladar su negocio a otras partes del mundo? ¿Castigará a los aliados de la OTAN que no cumplan con su compromiso de alcanzar el dos por ciento del PIB en gastos de defensa? ¿Permitirá e incluso alentará, bajo el principio de que cada cual debe atender a su propia seguridad, que Japón, Corea del Sur o Arabia Saudí se doten de armamento nuclear? ¿Alentará una relación especial con la Rusia de Putin basada en la profesada simpatía que manifiesta por el autócrata ruso?
Lo novedoso de estas elecciones presidenciales americanas es que han sido ganadas por un candidato que voluntariamente se sitúa fuera de los consensos nacionales e internacionales que, con sus diversas alternativas, aciertos y errores, han venido marcando la proyección de los Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial como una fuerza indispensable para el mantenimiento de la paz y la estabilidad globales. No faltarán los que mantengan que incluso Trump es preferible a un tercer mandato Obama bajo la clámide Clinton y que el tiempo y el roce con la realidad le devolverán a las zonas cálidas de la razón y el pacto. No cabe más que adherirse a tan pío deseo. Porque mientras tanto lo que el mundo tiene delante es un futuro imprevisible. El que viene dictado por la incógnita Trump.