JAVIER GARCÍA FERNÁNDEZ, EL PAIS – 17/07/14
· Artur Mas y otros políticos soberanistas han optado por salirse agresivamente del ordenamiento democrático y actuar a través de decisiones políticas ajenas al derecho. Quieren destruir el orden jurídico básico en España.
Al acabar la Primera Guerra Mundial, cuando las Repúblicas sustituyeron a los viejos Imperios centrales, las nuevas Constituciones intentaron asentar la democracia parlamentaria en Europa (Alemania en 1919; Austria y Checoslovaquia en 1920; poco después España, en 1931). Paralelamente, sin embargo, surgió una doctrina que pretendía aminorar la eficacia del nuevo principio democrático soslayando el núcleo dogmático de este principio que era el respeto a la norma jurídica como eje vertebrador de la vida del Estado.
Uno de los presupuestos jurídicos de la nueva democracia parlamentaria era el normativismo que el austriaco Hans Kelsen empezó a elaborar a partir de 1911 (Problemas capitales de la teoría jurídica del Estado) y que partía de una teoría del Derecho sin adherencias ideológicas o axiológicas. Para Kelsen, el orden jurídico era un orden jerárquico que partía de una norma fundamental hipotética que daba vigencia al resto de las normas, que se situaban en un orden escalonado. De esa concepción se desprendía la preeminencia de la Constitución (que no es exactamente la norma fundamental hipotética sino el escalón más elevado del sistema de fuentes del Derecho) y la necesidad de un “defensor de la Constitución” que era el Tribunal Constitucional.
A pesar de considerar que los juicios de valor eran ajenos al Derecho, la obra de Kelsen estaba absolutamente imbricada en la democracia a la que trataba de dar una justificación (lo muestra su Esencia y valor de la democracia, 1920). El normativismo ponía el acento en la validez de las normas, como el propio Kelsen explicó: decir que una norma es válida equivale a reconocer que tiene fuerza obligatoria frente a aquellos cuya conducta regula (Teoría general del derecho y del Estado, 1944). En pocas palabras, el normativismo se caracterizaba por el respecto al orden jurídico, por la idea de que la norma obliga, en un orden jurídico que se inicia escalonadamente desde la Constitución. Esta construcción es indisociable de la democracia: el Derecho emana de órganos que poseen legitimidad democrática y eso explica que tenga que respetarse, que aparezca el hábito de obediencia a las reglas, como diría otro gran jurista, el británico Hart.
Pero en la Europa de los años veinte atribuir la función ordenadora de la sociedad a la norma jurídica producida por un Parlamento representativo o por el Gobierno que gozaba de la confianza del Parlamento no dejaba de ser una idea todavía controvertida, pues hasta hacía poco regía el principio monárquico que aminoraba la legitimidad y la capacidad política de los Parlamentos. Por eso, destronados los Monarcas, surgió una nueva construcción doctrinal para intentar arrinconar el principio democrático recién nacido. Esta nueva construcción fue el decisionismo que elaboró el jurista y pensador alemán Carl Schmitt que, como escribió Javier Conde (uno de los admiradores españoles de Schmitt), suponía el ataque más profundo y formidable contra el Estado liberal. Schmitt aportó su conocida definición del soberano como aquel que decide sobre el estado de excepción situándose al margen de lo jurídico y con capacidad, incluso, de suspender la Constitución (Teología política, 1922). El decisionismo desmontó la función ordenadora del Derecho y antepuso la decisión política a los mandatos que emanan del ordenamiento jurídico.
Aunque pueda sorprender a los propios interesados, fue el PSC el impulsor del decisionismo.
En conclusión, normativismo comporta respeto al Derecho porque el Derecho es una ordenación democrática de la sociedad. Decisionismo es la imposición de la decisión política sin atender a la preordenación jurídica que ha organizado la misma sociedad.
La contraposición del normativismo kelseniano y del decisionismo schmittiano puede ayudar a entender el especial momento que vive la política catalana y quizá ayude a reflexionar sobre la respuesta que se puede dar a la huida hacia adelante de los independentistas catalanes. Cuando se examinan las incesantes declaraciones que producen los nacionalistas orientados a la independencia (desde Artur Mas y los dirigentes de Convergència Democràtica y de Esquerra Republicana hasta los textos de la Assemblea Nacional Catalana y las elaboraciones jurídicas del Consell Assessor per a la Transició Nacional) se tiene la impresión de que el independentismo catalán ha renunciado a toda noción normativista del ordenamiento y ha optado por una visión decisionista de la política. Actúan y hablan como si no conocieran o no existiera el Derecho en España.
Aunque pueda sorprender a los propios interesados, fue el PSC el impulsor del decisionismo en Cataluña. En primer lugar, con un proyecto de Estatuto que no respetaba totalmente la Constitución, aunque al menos en esa fase había mecanismos jurídicos para retornar a la constitucionalidad (Tribunal Constitucional). La explosión decisionista se asentó definitivamente como respuesta a la sentencia del Tribunal Constitucional. La sentencia 31/2010, de 28 de junio, quizá no era la mejor sentencia posible y además se dictó con un retraso injustificable. Pero sólo declaró inconstitucionales partes de 13 artículos sobre 245 artículos, salvando la constitucionalidad de otros 27 con un fallo interpretativo. Si no hubiera predominado el decisionismo en el Gobierno catalán y en el PSC, si hubieran tenido en cuenta que el Estatuto había sido aprobado sólo por el 36 % del electorado catalán, el propio Gobierno (o al menos su componente socialista) hubiera podido contribuir a restar la tensión que promovían CiU, Esquerra y los pequeños grupos independentistas y buscar vías de entendimiento con el Estado.
Pero el Gobierno de Montilla encabezó la protesta contra la sentencia y, lo que es más grave, deslegitimó al defensor de la Constitución española, al Tribunal Constitucional. Ese día el decisionismo se instaló definitivamente en la política catalana porque en ese momento se dio preeminencia a la decisión política desnuda antes que al respeto que en democracia se ha dar al ordenamiento jurídico.
El Gobierno paraliza toda reforma constitucional por si algún año de estos escampa.
Las expresiones concretas de decisionismo brotan ahora sin cesar: la reivindicación del falso derecho a decidir, la creación, por medio del Decreto 113/2013, de 12 de febrero, del Consell Assessor per a la Transició Nacional (¡qué responsabilidad moral la de unos juristas dedicados a maquinar cómo se destruye el orden jurídico democrático en Cataluña!), el referéndum, la declaración soberanista del Parlamento recientemente declarada inconstitucional, la creación de “estructuras de Estado” (como dice el propio Decreto 113/2013, de 12 de febrero), la interpretación fraudulenta del Derecho comunitario para ocultar que Cataluña quedaría excluida de la Unión Europea o el intento inviable de internacionalizar la reivindicación. Bajo una apariencia tranquila (como se quieren ver a sí mismos el presidente Mas y demás políticos soberanistas), el independentismo ha optado por salirse agresivamente del ordenamiento democrático y actuar a través de decisiones políticas ajenas al Derecho.
Obviamente, quieren destruir el orden jurídico básico en Cataluña y en el resto de España. No hay ejemplo más depurado de decisionismo que la preparación del referéndum del 9 de noviembre que está realizando el Gobierno catalán como explicó su vicepresidenta en un diario de Barcelona (urnas, papeletas, locales…). Los nacionalistas saben que el Derecho vigente no les va a permitir la celebración, saben que no se realizará, pero actúan como si fueran a hacerlo porque dan preeminencia a la decisión política sobre el ordenamiento del Estado democrático.
Sin embargo, la defensa democrática de la unidad española desde el Derecho no debe equivaler a inmovilismo normativo. El Gobierno está paralizando toda acción de reforma constitucional por si algún año de estos escampa. Pero no va a escampar porque la política fundada en el decisionismo, como no tiene límites jurídicos, no se detiene salvo que pueda ser contenida con firmeza política. Un gran constitucionalista, fallecido hace pocos años, Pablo Lucas Verdú, conectaba la normatividad constitucional con las exigencias sociales que comportan movilidad y transformación. Ahí está la justificación de una reforma constitucional porque si queremos que la Constitución se siga considerando la fuente de legitimación democrática del Estado, no puede permanecer estática, silente, ante uno de los ataques más graves que ha conocido la democracia española desde 1978.
Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.