Manuel Sanchis i Marco– El Paí
La economía no admite bromas. Los daños de la separación de Cataluña marcarían a varias generaciones de catalanes y serían de responsabilidad exclusiva política del Govern, pero su efecto se extendería al resto de España
Con todo, el instinto de supervivencia de los políticos catalanes y el marasmo institucional español, fruto de la crisis del euro y del modo en que el Gobierno la ha manejado, han sido capaces de distorsionar de forma artera la justa indignación ciudadana y redirigirla hasta hacerla estallar. Para el Govern se trató al principio de una apuesta, sabiendo que Rajoy entraría al trapo en este juego macabro: los votos que el PP perdía en Cataluña los multiplicaba en el resto de España.
Ahora, lo que el juego político permite lo impiden las leyes de la economía. ¡Ay del político que decida saltárselas a la torera! Inmisericorde, la economía y los mercados financieros le pasarán la factura con intereses de demora. Ocurrió en la crisis de la eurozona y ocurrirá también en la catalana, donde la política de la Generalitat ha violado las propias leyes de Cataluña y apunta la posibilidad de hacer lo propio con las de la economía.
En materia de deuda pública se presentan varios escenarios, según la hipotética secesión, amistosa o no, a la que aspiran el Govern y un sector de la opinión pública catalana a la que se le hurta lo que está en juego. En el primer caso, dado que el output catalán equivale al 20% del total y suponiendo que Cataluña asumiese su cuota-parte de deuda, la ratio deuda/PIB del resto de España permanecería invariable. No así para Cataluña. Desprovista al principio de moneda propia, vería multiplicarse por dos o por tres el valor de su deuda al tener que reembolsarla en moneda fuerte. Todo ello sin contar con que, horas después de la secesión, tendría que anunciar suspensión de pagos.
Sin acuerdo sobre la secesión, el resto de España asumiría el porcentaje de deuda correspondiente al peso de Cataluña (20%), y la ratio deuda/PIB pasaría del 99,4% al 124% del PIB debido a la exclusión del PIB catalán en estos cálculos. Un salto brusco, aunque no sería la primera vez. Las duras condiciones impuestas por EE UU en el tratado de París de 1898 obligaron a España a añadir a su propia deuda la de Cuba y la ratio llegó a alcanzar el 123,6%, como ocurriría ahora.
Hace tiempo que las agencias de rating están barruntando estos elementos de análisis. Este verano, con el referéndum convocado, Fitch calificó con perspectiva positiva el bono español. A dos días de la consulta ilegal, S&P decidió mantener el rating y la perspectiva positiva, lo que significa que no han subido el rating cuando podían o que han mantenido dicha perspectiva en lugar de rebajarla a estable.
En sus declaraciones sobre Cataluña, las principales agencias han afirmado que un aumento del ruido acabará afectando a la confianza de los inversores y provocando un cambio de tendencia con la consiguiente revisión del rating. Se trata de una profecía de auto-cumplimiento que invita al inversor a actuar en esa dirección. Ya está ocurriendo en Bolsa, sobre todo con los valores catalanes, y también con la prima de riesgo.
Hasta ahora, las agencias han sido cautas. DBRS afirmó en agosto que un referéndum en Cataluña no perjudicaría inmediatamente el rating de España, y el viernes día 6 ha mantenido el rating y la perspectiva, que sigue estable. Es una buena noticia porque ni rompe la racha alcista de los últimos años ni abre el baile para las rebajas de las demás agencias; aunque nada excluye que el día 20 Moody’s revise el rating del bono español.
El calendario de los próximos días es endiablado para la evolución de la cuestión catalana. El 17 de octubre la Generalitat tiene que hacer frente al último vencimiento de bonos para 2017 por valor de 140 millones, poca cosa comparado con su presupuesto. Como es habitual, lo pagará el Estado español con la liquidez que el Fondo de Liquidez Autonómica proporciona a la Generalitat. Recordemos que los rating de Cataluña están en nivel de bono basura desde hace años y que las agencias le asignan perspectiva negativa. La semana pasada S&P y Fitch avisaron de que podrían rebajarlo más en los próximos tres meses.
Una hipotética declaración unilateral de independencia, no contestada por el Gobierno español con los instrumentos a su disposición, llevaría a Cataluña a salir de la Unión Europea y, desde ese preciso instante, quedaría desconectada de la liquidez del Banco Central Europeo. Las deudas catalanas a la Seguridad Social, al igual que los acuerdos comerciales internacionales, también quedarían en el aire. En cualquier caso, esta mera perspectiva hace aconsejable un cambio de domicilio fiscal para empresas instaladas en Cataluña. Una posibilidad reforzada por la ley 9/2015, y que ahora completa el reciente decreto ley. Lógicamente, todo ello no dependería del valor político de la declaración sino de la validez jurídica que tanto España como la UE —que solo se relaciona con Estados, no con parlamentos autonómicos— atribuyesen a la misma.
Una ventaja importante de los afines al Govern reside en que jalean un proyecto de “país nuevo”. Pavoroso, pero proyecto al fin y al cabo. Ahora bien, la economía no admite bromas. Mañana como ayer, los mercados financieros y las leyes económicas someterían una hipotética declaración unilateral de independencia a una severa cura de humildad. Serían esas mismas leyes las que disiparían la niebla ideológica a cuyo través se vislumbra la realidad. El coste económico sería inasumible para varias generaciones de catalanes, y, como siempre, los más vulnerables pagarían esta desmesura con su sufrimiento cotidiano. La responsabilidad política sería exclusiva del Govern, pero el sufrimiento también se extendería al resto de España. En este juego macabro y previsible no habría vencedores ni vencidos, todos saldríamos perdiendo.
Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València. Su último libro publicado se titula El fracaso de las élites. Lecciones y escarmientos de la Gran Crisis (Pasado & Presente).