José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 9/9/12
Lo más grave es el escalofriante ‘gap’ sentimental porque no hay disposición para superarlo
El debate que suscita la pulsión independentista en amplios sectores catalanes no puede ya abordarse -para justificarla o para impugnarla- con argumentos historicistas o retóricos. Estamos ante una cuestión que requiere un intercambio contemporáneo de recíprocas razones consistentes en que supere los prejuicios tan mutuamente anclados para encontrar, de momento, una aproximación. Cientos de miles de catalanes sostienen que las penalidades de Catalunya -materiales y emocionales- se solventarían a estas alturas con una terapia radical, quirúrgica e, indudablemente, también traumática: la secesión de España y la constitución de un Estado propio. Otros sostenemos que la independencia de Catalunya significaría inevitablemente una implosión del Estado con consecuencias imprevisibles que si son negativas para España lo serían también para Catalunya. La cuestión, antes que al patriotismo de distinto signo, remite a un ejercicio de responsabilidad, a contener los excesos emotivos y a regresar a la política como arte de lo posible. Y con la brújula constitucional.
La dinámica político-constitucional que arrancó en 1978 demostró que la España nuclear no entendió que nuestro gran reto territorial residía en Catalunya y en el País Vasco, entidades muy diferenciadas a las que el constituyente reservó tácitamente la consideración de nacionalidades -condición ni mejor ni peor, sino distinta a la de regiones- para dotar a ambas comunidades, con Galicia, de un autogobierno asimétrico respecto del resto de las que se configuraron de una manera en tantos casos arbitraria. La deriva igualitarista no se debió sólo a una consideración inercialmente céntrica de la nación española sino también a una pelea ideológica izquierda-derecha que tomó Andalucía como lanzadera de un proceso de emulación que ha quebrado al Estado. El proyecto de práctica liquidación del legislativo de Castilla-La Mancha o el propósito indisimulado de devolución de competencias al Estado por parte de varias autonomías ilustra sobre ese carácter artificioso del mapa de comunidades, muchas sin afán de autogobierno.
Desde Catalunya hubo errores graves de configuración autonómica porque en 1979 fue posible un sistema de financiación concertado, y porque en el 2006 se asumió un Estatut en un proceso zigzagueante de acrecentamiento del autogobierno catalán mal articulado y con insuficiente respaldo constitucional y político. Yerros que deberían excitar en la sociedad catalana un sentido crítico adormecido por reduccionismos en la atribución de responsabilidades sobre su actual situación («España nos roba»).
La terapia para corregir las escaras que han provocado estos errores no consiste en una ruptura, sino en una corrección profunda. Porque en Catalunya el independentismo no es mayoritario -no en la medida que necesita un pueblo para iniciar un proceso de secesión-, de modo tal que no es una opción practicable. Y porque España no puede estabilizarse con una mera conllevancia con Catalunya. La tragedia de los nacionalistas catalanes -incluso de los vascos- es que son muchos pero no los suficientes para aplicar la terapia de la segregación; y la tragedia de España reside en que sigue sin encontrar el punto de equilibrio entre su unidad y su pluralidad a través de un modelo de Estado que no provoque su bancarrota ni acepte la emulación del café para todos. Continuar así tampoco es una opción.
Algo parecido sucede -salvando las distancia- en Escocia y en Quebec, únicos referentes razonables para contrastar lo que ahora sucede en Catalunya. La provincia francófona de Canadá sometió a referéndum dos veces su segregación (1980 y 1995) y no prosperó; y en Edimburgo los propios nacionalistas escoceses, que tienen mayoría absoluta en su Parlamento, confiesan que el referéndum secesionista previsto para el 2014 tampoco avalará la independencia si a sus ciudadanos se les plantea un dilema radical sobre permanecer o salir del Reino Unido.
Estamos en un juego político de mutuas insuficiencias. Aunque la Diada sea tan multitudinaria como se espera -la manifestación lo será pero con reivindicaciones heterogéneas- y por más que desde fuera de Catalunya se asevere que el nacionalismo independentista juega de farol, las espadas seguirán en alto, de tal manera que el profundísimo disenso debe ser reconducido a términos asumibles. Las impotencias recíprocas invitan al optimismo porque mantendrán los equilibrios. Lo que alienta el pesimismo es un intangible: el desafecto entre la sociedad española y la catalana. Aquí hay un gap sentimental escalofriante. Que es lo más grave, porque superarlo requiere de una voluntad de conciliación para la que no se ve disposición. Hay encono.
José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 9/9/12