El debate nuclear está de vuelta en Europa. Casi en paralelo al cierre de los tres últimos reactores que Alemania tenía en servicio, -Isar 2, Neckarwesthiem 2 y Emsland-, hecho ocurrido el pasado sábado, en varios países de la UE se anunciaban proyectos para la construcción de nuevas centrales destinadas a asegurar en el medio y largo plazo la independencia energética, clave del arco sobre la que descansa el progreso material, vale decir el nivel de vida la gente, la capacidad de un país para crecer y crear empleo, por un lado, y las libertades, las libertades de sus nacionales, la independencia en definitiva de los Estados europeos, por otro, valores que la decisión de Alemania, y subsidiariamente del resto de la Unión, de subcontratar su aprovisionamiento energético al petróleo y el gas rusos había puesto en almoneda, como la invasión de Ucrania por el dictador Putin ha puesto de manifiesto. De modo que cierra Alemania –de cuyo Gobierno forma parte el partido Los Verdes-, y Finlandia anuncia la entrada en servicio de la central de Olkiluoto 3, la más potente de Europa (1.600 MWe), y el primer ministro polaco anuncia la ubicación de las primeras siete «minicentrales” de las 79 que proyecta construir, la primera de las cuales podría comenzar a funcionar a finales de 2028, y Suecia dice otro tanto, y lo mismo una Holanda que hace tiempo había dado carpetazo al átomo y, claro está, Francia, la nación nuclear por antonomasia, reafirmando su intención de convertir el mix nuclear-renovables al 50% en la columna vertebral de su aprovisionamiento energético.
La Europa dividida por la sima nuclear o la traslación al campo de la energía de la vieja rivalidad franco alemana, las dos grandes economías de la UE. La Francia nuclear y la Alemania que, tras el accidente de Fukushima en 2011, decide proceder al cierre programado de sus centrales bajo el Gobierno de Angela Merkel, una iniciativa suicida para muchos alemanes, que condena al país a quemar carbón -un sacrilegio para esa burocracia de Bruselas dispuesta a sacrificar el futuro del continente en el altar de la “descarbonización” acelerada y la adoración al Dios del medio ambiente- a corto plazo y a depender en el largo de las importaciones de fuel, porque nadie se cree, hoy por hoy, que las renovables vayan a ser capaces de asegurar el suministro cuando no hay sol ni sopla el viento. Seguramente la suerte de la energía nuclear en el continente europeo dependerá en gran medida de lo que ocurra en Francia en esta materia. ¿Cómo decidió el país vecino frenar o incluso desmantelar su capacidad de producción nuclear, un parque único en el mundo construido como consecuencia de la primera crisis del petróleo, que fue capaz de asegurarle durante décadas un suministro fiable, libre de carbono y barato en términos de producción eléctrica?
¿Cómo decidió el país vecino frenar o incluso desmantelar su capacidad de producción nuclear, un parque único en el mundo construido como consecuencia de la primera crisis del petróleo, que fue capaz de asegurarle durante décadas un suministro fiable, libre de carbono y barato en términos de producción eléctrica?»
En París, la comisión de investigación sobre «los motivos de la pérdida de la soberanía energética» impulsada en su día por el presidente Macron acaba de entregar su informe al Gobierno. Como ocurriera en Alemania, el accidente de Fukushima alteró el equilibrio de fuerzas dando alas al ecologismo y llevando al Partido Socialista a dar la espalda al credo nuclear sostenido por Mitterrand e incluso por Jospin, de modo que en noviembre de 2011, el PSF y Europe Écologie-Les Verts (EELV) firmaron un acuerdo destinado a reducir la participación nuclear en la producción de electricidad del 75% de entonces al 50% en 2025, así como la reducción de un tercio de la energía nuclear instalada mediante el cierre gradual de 24 reactores, empezando por el inmediato de Fessenheim. No faltaron las advertencias. La Unión Francesa de la Electricidad (UFE) consideró que “en el escenario propuesto de reducción de la producción de energía de origen nuclear al 50%, y al 20% en caso de cierre de los reactores al cumplir los 40 de vida útil, las energías renovables no pueden sustituir completamente a la nuclear. Para 2030, es imposible eliminar la energía nuclear, siquiera parcialmente, sin aumentar las emisiones de CO2”.
Macron, inesperado ganador de las presidenciales de 2017, asumió el acuerdo alcanzado por socialistas y verdes en 2011, ratificado después en 2015. Pero el elefante del parque nuclear francés, condenado a su desaparición al ir cumpliéndose la jubilación de los reactores, nunca terminó por abandonar la habitación. Primero fue el aplazamiento a 2035 del recorte al 50% de la producción de energía de origen nuclear, después la idea de un cambio total de rumbo que empezó a abrirse paso tras la sospecha presidencial de que, más que una consecuencia de la ecología/ideología antinuclear, ese 50% respondía en realidad a una insidiosa promoción del decrecimiento económico. En noviembre de 2018 Macron pide al gigante público EDF que trabaje en un nuevo programa de desarrollo nuclear civil que debería estar listo para 2021. La señal de partida la dio el propio presidente en su discurso en Belfort el 10 de febrero de 2022 (“Necesitamos retomar el hilo de la gran aventura de la energía nuclear civil en Francia”), con el anuncio de construcción de seis reactores EPR 2 (European Pressurized Reactor, reactor de agua a presión) y otros ocho en estudio, a cuenta de un significativo aumento del consumo eléctrico previsto. El 3 de febrero pasado, Agnès Pannier-Runacher, ministra de Transición Energética del Gobierno Borne, habló de liberar la potencia de los reactores existentes, ampliar su vida útil más allá de los 60 años y plantear la construcción de más de los 14 EPR prometidos. La muerte decretada por socialistas y verdes para la energía nuclear francesa pasaba a mejor vida por culpa de la crisis energética provocada por la invasión de Ucrania.
El daño para la industria provocado por años de dudas, vacilaciones y frenazos es, sin embargo, más que evidente. Para el físico Yves Bréchet, ex Alto Comisionado para la Energía Atómica gala y actual director científico de Saint Gobain, “la procrastinación en el campo de la energía nuclear y la política de anuncios, a la espera de decisiones concretas, demuestran una asombrosa ignorancia de la inercia intrínseca de las industrias pesadas”. Después de que, como consecuencia del plan Messmer de 1974, Francia fuera capaz de poner en servicio una media de más de dos reactores nucleares al año en los ochenta y noventa, todos los palos posibles han caído sobre un sector que ha sido víctima de una política energética miope. “Llevamos sin proyectos veinte años que han sido fatales para la transmisión del conocimiento técnico”, denunció ya en 2018 Pierre-Franck Chevet, ex presidente de la Autoridad de Seguridad Nuclear francesa. Ruptura de la cadena de transmisión de conocimiento y pérdida de equipos humanos especializados. Aniquilación de un expertise tecnológico fundamental para la competitividad de cualquier economía.
En Francia se habla ya del “proyecto industrial del siglo”, un esfuerzo gigantesco capaz de poner en marcha la deteriorada maquinaria industrial gala, obligada a atender en paralelo la operativa del parque nuclear actual, los trabajos de las nuevas centrales, las operaciones de desmantelamiento previstas, los proyectos de exportación, y el desarrollo de nuevos tipos de reactores como los SMR»
En Francia se habla ya del “proyecto industrial del siglo”, un esfuerzo gigantesco capaz de poner en marcha la deteriorada maquinaria industrial gala, obligada a atender en paralelo la operativa del parque nuclear actual, los trabajos de las nuevas centrales (la primera estará situada en la eléctrica de EDF en Penly, Seine-Maritime, con su entrada en servicio en 2035), las operaciones de desmantelamiento previstas, los proyectos de exportación, y el desarrollo de nuevos tipos de reactores como los SMR (pequeños reactores nucleares). Para hacer frente al reto, la pública EDF prevé la creación de unos 150.000 puestos de trabajo a lo largo de la década, el aumento de la plantilla del sector en cerca de 300.000 personas, con una gran demanda de ingenieros, pero también de oficios olvidados o devaluados tales como soldadores, herreros, caldereros, especialistas en construcción, etc. En el desarrollo del nuevo programa, la industria nuclear deberá competir con otros sectores, pero su resurgimiento alimentará la reindustrialización del país de forma generalizada, en un proceso que incidirá directamente sobre campos como la ingeniería civil, la aeronáutica, la defensa, la industria espacial o la automoción. Alguien ha hablado de la necesidad de poner en marcha un verdadero «plan Marshall” de capacitación tecnológica para hacer frente a un desafío que también lo será económico, con un coste estimado en alrededor de 60.000 millones, con cerca de 4.000 empresas involucradas, cientos de miles de profesionales y décadas de trabajo, todo orientado a asegurar la independencia energética de Francia durante el siglo XXI.
También España había logrado desarrollar una tecnología nuclear propia, que se empezó a perder en el momento en que el Gobierno de Felipe González decretó la famosa “moratoria nuclear”, un parón que afectó incluso a los proyectos en desarrollo y que se incluyó en el Plan Energético Nacional (PEN) de 1983. Las nucleares españolas, capaces de asegurar el desarrollo económico del país durante muchas décadas y que a día de hoy son todavía fuente del 22% de la electricidad que se consume en España, también eran “franquistas” y por tanto había que acabar con ellas. La clausura gradual y escalonada acordada en 2019 por el Gobierno Sánchez con las grandes eléctricas de los siete reactores que siguen funcionando contempla el cierre de Almaraz I en 2027, de Almaraz II en 2028, de Ascó I en 2030, de Cofrentes en 2030, de Ascó II en 2032, y de Trillo y Vandellós II en 2035. Un cierre en el que coinciden los mantras ideológicos del Ejecutivo social comunista y los intereses de las propias empresas a cuenta de la gran carga fiscal que soportan las plantas. El veto de España a las nucleares le condena a una dependencia total del gas, puesto que, como ayer mismo aseguraba aquí Fernando Díaz Villanueva, “las renovables sólo son capaces de aportar en torno al 40% de la energía eléctrica que consume el país”, un gas, por lo demás, que España está obligada a importar, lo que debería forzar a los poderes públicos en particular y a la sociedad española en general a la búsqueda urgente de soluciones alternativas.
Es verdad que los llamados “reactores de tercera generación” presentan mejoras evolutivas muy notables sobre las actuales centrales en lo que a seguridad, fiabilidad, operatividad y estandarización de los diseños se refiere, ventajas todavía más notorias en los reactores modulares de pequeño tamaño (SMR) o “mini centrales” como se les conoce, en los que están trabajando ya muchos de nuestros socios de la UE. Pero también lo es que el miedo atávico al átomo sigue muy presente en el inconsciente colectivo de los españoles, miedo plenamente comprensible, incluso respetable, y que solo se podrá vencer a base de información seria y veraz. Lo que no es explicable en modo alguno es el silencio que en España rodea un asunto de importancia estratégica tan vital. La total ausencia de debate, en contraste con lo que ocurre en Francia, por ejemplo. El impenetrable tabú de lo nuclear -“un tabú adoptado esencialmente en España por la izquierda, pero respetado por la derecha”, según afirmaba el viernes aquí Carlos Martínez Gorriarán-, en un país que debería aspirar a alcanzar ese mix que conforman nuclear y renovables convertido hoy en desiderátum por una mayoría de expertos, teniendo en cuenta sobre todo nuestra total dependencia del exterior en lo que a combustibles fósiles se refiere.
No hay ahora mismo ningún proyecto en marcha en España de una cierta dimensión económica o tecnológica, ninguno. Un auténtico páramo. El Gobierno Sánchez tiene bastante con emplearse a fondo en convertir este país en campo de prueba para cualquier tipo de aberración ligada a las ideologías de género y similares»
España tiene por delante un reto de la máxima importancia del que depende el futuro de su economía y el bienestar económico de sus ciudadanos. Me refiero a la necesidad de proceder a la reindustrialización de un país que, con excepción quizá de un sector tan maduro como el del automóvil, es hoy un auténtico desierto industrial. Una cuestión de prioridades, cierto, a menos que, naturalmente, los españoles opten por convertirse de hoz y coz en camareros dispuestos a tirar con mucho arte las “cañas” que se van a tomar los turistas extranjeros. Desde este punto de vista, un nuevo programa que contemplara la construcción de una nueva serie de reactores del tipo EPR2 o SMR supondría una oportunidad única para relanzar esa ansiada reindustrialización movilizando al tiempo todos los resortes materiales, tecnológicos e incluso emocionales de una sociedad como la española, hoy aparentemente dormida en mitad de la nada. No hay ahora mismo ningún proyecto en marcha en España de una cierta dimensión económica o tecnológica, ninguno. Un auténtico páramo. El Gobierno Sánchez tiene bastante con emplearse a fondo en convertir este país en campo de prueba para cualquier tipo de aberración ligada a las ideologías de género y similares. Y en crear una sociedad adicta a todo tipo de subvenciones.
Pero España no puede esperar. Lo asombroso aquí, repito, es el silencio impenetrable que rodea a las cosas importantes, las trascendentes, las que atañen al futuro de un país que hoy se desliza cual balsa de piedra hacia la irrelevancia. Hacia esa insignificancia que acarrea la pobreza. Nuestro país está obligado a encontrar sus propias soluciones energéticas, sin fiar tema tan esencial a lo que decida en Bruselas una UE donde prima el interés de los grandes sobre un proyecto común en pleno proceso de dilución, y mucho menos puede seguir cual lazarillo a Alemania, país muy dado al suicidio periódico masivo, en su decisión de eliminar la energía nuclear para fiarlo todo a las importaciones de gas ruso. Abrir de inmediato ese debate debería ser obligación prioritaria, tanto o más que la lucha contra el déficit o la reducción de la deuda, de un eventual Gobierno Feijóo, forzado a bucear en todas las soluciones energéticas posibles para alcanzar la seguridad de suministro a un coste razonable, y ello como una cuestión de Estado. “El día de hoy pasará a la historia de Polonia, porque nuestro país necesita una fuente de energía permanente, limpia y barata”, afirmaba el lunes pasado en Varsovia el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki. ¿Cuándo llegará ese día para España?