Mikel Buesa-La Razón
Se hace imprescindible volver a industrializar el país arbitrando un sistema de ayudas públicas que permitan ampliar y modernizar el tejido manufacturero en su conexión con la economía de servicios
El ciclo de crecimiento que discurrió desde la década de 1990 hasta los primeros años del siglo XXI, impulsado en buena medida por el proceso de globalización, supuso para las economías europeas un retroceso en el sector industrial. Se confió en una deslocalización que abarataba costes laborales y que iba cerrando una buena parte de las instalaciones industriales. En 2009, cuando culminó ese proceso, en la UE el valor añadido industrial era sólo el 19 por ciento del total; y en España se quedó en el 16 por ciento. Desde entonces, esa participación ha permanecido casi estancada, anotándose el avance de un punto y medio en el agregado europeo y de apenas siete décimas en España. Nuestro país ha registrado una notable pérdida de empresas industriales, más 60.000 en los últimos quince años; y el empleo en la industria ha caído hasta poco más del trece por ciento.
Es a esa desindustrialización a la que podemos achacar buena parte del estancamiento de la productividad y del nivel de vida en España –el otro factor explicativo es el deterioro del sistema educativo–. Ello es así porque es en la industria donde radica principalmente la capacidad de absorción de los frutos del progreso tecnológico sobre los que se asienta el avance de la productividad. Pero además es en la industria donde se gesta una gran parte de las innovaciones que soportan materialmente ese progreso, hasta el punto de que dos tercios de las tecnologías que se difunden por el sistema productivo nacen en las ramas productoras de bienes de equipo –singularmente en las de maquinaria mecánica, eléctrica y electrónica–, instrumentos de precisión y productos químicos. Y a ello se añaden unas poderosas economías externas y efectos de arrastre que la industria dispersa sobre los demás sectores de la economía, singularmente los de servicios.