HACE UNA eternidad Lidia Falcón dejó dicho que las mujeres eran una clase social. Fue un axioma que permitió encarar el principal problema del feminismo, que es el de hablar en nombre de todas las mujeres. Si la mujer era una clase social, las mujeres no podían dejar de ser feministas. Y si alguna apestada había solo era, como en el caso de obreros y comunistas, por la falta de conciencia de clase. Otra aclaración importante de la propuesta de Falcón afectaba al poder. Si las mujeres eran una clase, debían tomar el poder, a la manera de la burguesía o de la clase obrera. Falcón tuvo el mérito de plantear esta indisolubilidad entre feminismo y poder que hoy permite comprender los movimientos del feminismo convencional. Por más que sus acciones encajen en lo que ha dado en llamarse guerras culturales, o que su habitual estética soft case mal con la aspereza siempre asociada a las luchas por el poder, el único objetivo real del feminismo es el poder. Se trata de una buena noticia, porque ejemplifica mejor que nada la igualdad real de los sexos en Occidente. Pero obliga también a una evaluación crítica de los métodos que el feminismo emplea en esta lucha ya abierta, declarada y legítima.
La lucha por el poder supone juego sucio. No hay que escandalizarse. El de algunas mujeres (y de algunos hombres aliados) es el de blindarse de cualquier sospecha invocando el nombre del enemigo de clase. La mujer dice macho como el obrero decía burgués. No hay día sin ejemplo, más o menos burdo, de esa voluntad. Este martes el presunto Francisco Granados dijo que la presidenta Cifuentes había abandonado un equipo del PP de Madrid que trabajaba electoralmente en B por su ruptura sentimental con otro de los integrantes de este equipo. La réplica de Cifuentes fue la esperada: las acusaciones tenían «un componente tremendamente machista». Hasta ahora ese tipo de reacciones convenía ventilarlas aludiendo a su implícita estupidez. Pero ya no es suficiente. La respuesta de Cifuentes no es la del tipo «manzanas traigo». Es un anacoluto, sin duda, pero sobre todo moral. La señora Cifuentes se protege con el detente bala feminista y aún aprovecha para sacar rédito político al hecho de que las feministas de izquierdas (¡perteneciendo a la misma clase social de las mujeres!) tardaran unos minutos en calificar a Granados de machista.
La corrupción en España es espantosa, espantosa. Y ciertamente no sé qué sucederá cuando se incorporen a los anaqueles del delito la inmensa mayoría de mujeres que hacen política y que incurren, como mínimo los días fértiles, en un delito continuado de tráfico de influencias.