IGNACIO SUÁREZ ZULOAGA-El Correo
La beligerancia de los líderes populistas de EE UU y Europa frente a la avalancha de migrantes reflejan la creciente preocupación de sus electorados acerca de este asunto. Y ya no se trata solo de los votantes más excitables, tajantes e insolidarios; a estos se les están uniendo muchos ciudadanos que han venido manteniendo posiciones templadas, sensatas y compasivas en materia de acogida. Un cambio de opinión explicable, y casi inevitable, porque la inmigración no deseada ha sido una de las principales causa de las matanzas de todos los tiempos. Y entre los territorios europeos con más antiguos precedentes documentados de xenofobia se encuentran Navarra y Euskadi; un pasado que sigue trayendo cola, condicionando a los partidos políticos vascos en materia migratoria.
Para controlar más su territorio y fomentar el comercio, los reyes navarros promovieron la inserción de pobladores franceses en las localidades de los caminos de Santiago; algo a lo que se resistieron tanto el pueblo llano como los caballeros navarros, guipuzcoanos y alaveses que les lideraban. En el siglo XII el peregrino Aymeri Picaud relató en el Codex Calixtinus las continuas violencias cometidas contra los residentes francos y los peregrinos, dedicando a los indígenas los calificativos más duros que uno pudiera imaginar. La tensión llegó a su cumbre en 1276, cuando la Navarrería de Pamplona –habitada exclusivamente por nativos– se enfrentó a los ‘burgos francos’ de San Cernin y San Nicolás, en la llamada ‘Guerra de la Navarrería’. A pesar de la masacre de los pamplonicas por un ejército francés, la tensión subsistiría hasta 1422, cuando el rey navarro decide unificar el status jurídico de todos los pobladores de los burgos de Pamplona. Significativamente, en el territorio vizcaíno (vinculado a los reyes castellano leoneses) no se produjeron esas violencias étnicas.
Adicionalmente, una de las explicaciones que se vienen manejando para la preferencia de guipuzcoanos y alaveses por Castilla (que absorbió sin grandes problemas ambos territorios en 1200) es el rechazo a la política sinarquista de los navarros, que trataban de controlarles importando pobladores franceses. Los reyes castellanos extendieron a Gipuzkoa y Álava el respeto a los usos y costumbres locales que ya habían demostrado con el señorío de Bizkaia; además, fundaron villas como Eibar y Elgoibar con el fin de ofrecer seguridad –en su propio territorio– a pobladores indígenas que deseaban librarse de la explotación de los caballeros banderizos. Producto de todo esto, la foralidad vasca –que prohibía el avecinamiento de quienes no pudiesen probar su hidalguía– es el más extremo ejemplo de xenofobia institucionalizada que puede encontrarse en el sur de Europa.
La xenofobia tuvo un nuevo ciclo largo en el siglo XIX. El establecimiento de comerciantes extranjeros en San Sebastián propició que en 1831 las Juntas Generales de Gipuzkoa descalificasen al conjunto de los habitantes de Donostia como «advenedizos en el país». En tanto que el establecimiento de trabajadores de fuera de Bizkaia en las localidades de la margen izquierda del Nervión provocó que en 1891 Bilbao fuese la primera ciudad española en la que resultaron elegidos concejales socialistas –todos ellos inmigrantes–. La presencia de cuatro maketos izquierdistas en el gobierno de la ciudad inquietó a las élites locales hasta el punto de propiciar el surgimiento del movimiento nacionalista vasco tan solo dos años después, cuando los hermanos Arana Goiri desarrollan un vocabulario, una simbología y una interpretación histórica estrictamente vascas, tratando de reunir a los indígenas en un ‘partido-comunidad’ que salvase al pueblo vasco de sus ‘invasores’.
Este precedente histórico condiciona la política migratoria del PNV, pues es objeto de un estricto escrutinio en búsqueda de algún síntoma de xenofobia. Lo contrario ocurre con el Partido Socialista, que hace de la integración de inmigrantes su principal idea fuerza; buen ejemplo es Eibar, modelo socialista en acogida y multiculturalidad. Tampoco es casualidad que ETA surgiese con la segunda gran oleada inmigratoria de Euskadi; esta provocó la apresurada edificación de viviendas baratas y fábricas que deterioraron el entorno natural y la arquitectura tradicional del valle del Deba, y de las áreas metropolitanas de Bilbao y San Sebastián. De ahí que el ideario de la izquierda abertzale conjugue el ecologismo con unas actitudes ‘internacionalistas’ más propensa a identificarse con un indígena del Amazonas que con un burgalés. Finalmente, el mismo Partido Popular que es muy activista defendiendo los derechos lingüísticos de los castellano-parlantes (en parte inmigrantes de otras zonas de España), ha mantenido algunas posturas muy beligerantes hacia los inmigrantes extranjeros recientes y con algunos clanes gitanos conflictivos. La historia ‘pesa’ en la ideología, siempre.
Lo cierto es que la marea migratoria es una gravísima amenaza social, frente a la cual el consenso y la ortodoxia administrativa deberían prevalecer sobre complejos históricos y electoralismos. Para ello, la larga colaboración en el Gobierno entre socialistas y nacionalistas vascos debería reforzarse, convirtiéndose en sincera complicidad. El PNV debería hacer valer su ortodoxia hacendística y su experiencia en la salvaguarda del patrimonio identitario; en tanto que el PSE puede aportar sus éxitos en integración de inmigrantes e igualdad. Solo una sólida política común podrá mitigar el creciente rechazo a unas personas de culturas muy distantes a las nuestras y dispuestas a todo con tal de conseguir mejorar sus condiciones de vida. Unos individuos que competirán por las ayudas sociales y los empleos menos cualificados con las decenas de miles de vascos que perderán sus trabajos a causa de los cambios tecnológicos. Reaparecerá la xenofobia, seguro.