Carlos Sánchez-El Confidencial
- Las sanciones se aplican, pero nada indica que logren su objetivo. ¿Cuánto hay que esperar: un año, dos años, un lustro…? La historia demuestra su ineficacia para resolver conflictos si, en paralelo, no hay esfuerzos diplomáticos
Es probable que a la guerra de Ucrania, como a tantas otras, haya que comenzar a aplicarle un viejo latinismo: ‘Hic iacet pulvis, cinis et nihil’. O lo que es lo mismo, aquí yace polvo, ceniza y nada.
Nada porque seis meses después de la cruel agresión de Putin, el frente de guerra se ha estancado y hoy el dolor de los ucranianos solo preocupa en la medida en que afecta a nuestras economías. Si no fuera por eso, de hecho, la guerra en Ucrania sería hoy un suelto en un periódico de provincias. Entre otras razones, porque subcontratar la guerra o confiar todo a la política de sanciones es la mejor opción para que el conflicto se eternice. Occidente envía armas, organiza actos simbólicos, da cobijo a los millones de ucranianos obligados a ser refugiados por la brutalidad de Rusia, y aquí paz y después gloria. Todas las conciencias tranquilas.
No existe una estrategia de salida al conflicto más allá de tomar medidas para que la dependencia de Rusia no arruine nuestro sistema económico
Ni una estrategia de salida al conflicto más allá de tomar medidas para que la dependencia de la energía rusa no arruine nuestro sistema económico, ya seriamente dañado. Aumento de los tipos de interés: el mercado descuenta dos subidas de medio punto en lo que queda de año por parte del BCE; inflación en niveles de hace más de tres décadas; depreciación del euro, lo que alimenta a su vez el coste de los bienes y servicios importados; la confianza del consumidor hundida; enorme pérdida de competitividad de Europa por el incremento de la factura energética: en Alemania muchas empresas pueden comenzar a emigrar por el incremento de costes y, en definitiva, amenaza de recesión y pérdida de empleo, ahora sostenido en parte por razones demográficas.
Sin contar un fenómeno difícilmente medible, como es el aumento del prestigio de los estados autoritarios, que tenderán a apoyarse mutuamente en la medida en que el planeta camina hacia una política de bloques que sustituya a la globalización.
Erdogan, agente doble
Turquía es el mejor ejemplo. Erdogan está en todas partes y tras normalizar sus relaciones con Israel no solo ha reforzado su papel de país estratégico de la OTAN, como se vio recientemente en la cumbre de Madrid, sino que ha mostrado a Occidente que la manera más eficaz de negociar es jugar a ser agente doble con el permiso de la alianza atlántica. Al mismo tiempo que vende drones armados a Kiev para combatir al ejército ruso, se reúne en Sochi con Putin para «impulsar la cooperación en las industrias de transporte, agricultura, finanzas y construcción». Moscú y Ankara —que está aprovechando la reubicación en Turquía de empresas rusas afectadas por las sanciones— se necesitan para que Siria deje de ser un problema y vuelvan a su país los aproximadamente cuatro millones de refugiados sirios que malviven en Turquía, sin contar las consecuencias desestabilizadoras para la región del Cáucaso, que tendría una derrota sin paliativos de Rusia.
Ni las consecuencias de la invasión han sido «devastadoras» para la economía rusa ni Moscú se ha convertido en un paria en el mundo
Europa, mientras tanto, mira hacia el cielo. Esperando, no se sabe muy bien qué. Lo cierto, sin embargo, como admitía este sábado un editorial del FT, es que no se han cumplido algunas de las predicciones de Biden o de Bruselas. Ni las consecuencias de la invasión han sido «devastadoras» para la economía rusa —su banco central prevé que el PIB se reduzca este año entre un 4% y un 6%, ligeramente por debajo de lo que estima el FMI, poco sospechoso de estar con Putin—, ni Moscú se ha convertido en un paria en el mundo, donde hay muchos gobiernos que le hacen ascos a los derechos humanos y a la legalidad internacional. Muchos de los cuales son, precisamente, socios de Occidente. Y ahí está el golpe simbólico que supondrá para las democracias liberales la casi segura presencia de Putin en la cumbre del G-20 en Bali, Indonesia, el próximo mes de noviembre.
No es de extrañar, por eso, que tanto en el mundo académico como en el profesional se preste cada vez más atención a la efectividad de las sanciones como instrumento de solución de conflictos. Algunos análisis hablan ya de cierta fatiga, y otros, como Bruce W. Jentleson, autor de ‘Sanctions’, un libro capital sobre las sanciones como instrumento de presión diplomática, ha echado mano de la historia para recordar su inutilidad en demasiadas ocasiones.
Ni Mussolini renunció a invadir Abisinia en 1935 tras la amenaza de sanciones por parte de la Sociedad de Naciones, ni Saddam Hussein fue apartado del poder tras invadir Kuwait en 1990, ni las sanciones disuadieron a la URSS de invadir Afganistán en 1979. Tampoco seis décadas de embargo a Cuba han hecho mella en el régimen, aunque sí en la población, ni Corea del Norte ha dejado de ser un horror en el siglo XXI. Como tampoco las presiones sobre Irán han desvanecido el régimen teocrático. EEUU sanciona a más de 30 países y China ha desarrollado su propio enfoque, que incluye a la NBA. Japón y Corea del Sur se han sancionado mutuamente por la II Guerra Mundial y Arabia Saudí hizo lo propio con Qatar por el acercamiento de Doha a Irán; mientras que Francia, Alemania y Noruega han hecho lo mismo contra Brasil por la selva amazónica y el cambio climático.
Violencia masiva
La propia Europa —vea aquí la lista— ha aprobado sanciones contra 33 países sin que se haya hecho un análisis serio sobre su efectividad. Como ha recordado Steven Blockmans, director de investigación del Centro de Estudios de Política Europea (CEPS), «las sanciones de la UE no están produciendo los efectos a corto plazo acordes con la violencia masiva y la devastación que el ejército ruso está provocando en Ucrania».
Un reciente trabajo publicado por Jorge Mestre-Jordá, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Europa de Valencia, en la revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, dependiente del Ministerio de Defensa, ha llegado a la conclusión de que «las rondas de sanciones emprendidas por EEUU y la UE sobre Rusia no han sido eficaces para alcanzar los propósitos planteados».
Mestre-Jordá, que ha analizado 20 episodios sancionadores entre marzo de 2014 [invasión de Crimea] y diciembre de 2017, habla, incluso, de que las sanciones han tenido un efecto ‘boomerang’ sobre Occidente, toda vez que Rusia ha hecho cada vez más una política exterior más asertiva, en particular sobre Oriente Medio. También sobre el futuro del planeta. En pleno cambio climático, los productores de carbón están comprando derechos de emisión de forma descontrolada, lo que ha llevado al mercado de CO₂ a precios históricamente elevados que impactan sobre la factura energética.
La política de sanciones no ha ido en paralelo a una estrategia de negociaciones. Ni siquiera se ha hecho un análisis coste-beneficio
Es obvio que medir la efectividad o el éxito de unas sanciones es extremadamente difícil, entre otras razones, por la complejidad que supone fijar un espacio temporal. ¿Cuánto tiempo hay que esperar para ver si la economía de Rusia colapsa? ¿Un año, dos años, un lustro…? Es por eso, a la vista de lo que está sucediendo en Ucrania —y en otros lugares—, que cabe preguntarse su utilidad. Entre otros motivos, porque la política de sanciones no está trufada de hitos que permitan desescalar el conflicto de forma gradual. Se riza el rizo, incluso, cuando determinadas sanciones, como la compra de petróleo a Venezuela, se levantan sin rubor alguno y sin haber alcanzado ninguno de los propósitos iniciales.
Acción diplomática
Es verdad, sin embargo, que las sanciones, desde luego, no son una política intrínsecamente equivocada, al contrario. Las sociedades democráticas no pueden mirar hacia otro lado cuando se producen atrocidades como la invasión de Ucrania, se reprimen los derechos humanos o se atenta contra el planeta, sino porque su despliegue sin matices y sin objetivos concretos tiende a neutralizar —y hasta negar— la acción diplomática, toda vez que se considera que con las sanciones cualquier régimen tiránico tenderá a ablandarse o, al menos, a cambiar de posición. La historia no dice precisamente eso.
Hay múltiples ejemplos, ahí está el caso repugnante de la Nicaragua de Daniel Ortega, que acreditan justamente lo contrario. Los sistemas, solo hay que mirar a Venezuela o Cuba, se fortalecen porque al no existir un régimen de opinión pública, sus gobiernos construyen su discurso autoritario para consumo interno basado en la supuesta agresión exterior, provocando lo que algunos especialistas han llamado ‘efecto simpatía’. La dictadura franquista fue durante muchos años ejemplo de esa estrategia, basada en lo que el exministro Josep Piqué ha llamado «coartada propagandista».
Las rondas de sanciones emprendidas por EEUU y la UE sobre Rusia no han sido eficaces para alcanzar los propósitos planteados
Sí sabemos, por el contrario, que el 24 de febrero, al comienzo de la invasión, el megavatio hora en el mercado holandés estaba a 128 euros y el pasado viernes cerró a 257 euros, es decir, el doble. Precisamente, porque la política de embargos, al disminuir el flujo del gas, calienta el mercado. Sin contar el escenario más dramático, el hecho de que por primera vez en la historia una planta de energía nuclear, la más grande de Europa, está en el centro de una zona de guerra.
¿Dónde está el error? Probablemente, en que las políticas de sanciones —sin duda necesarias en determinadas ocasiones— no han ido en paralelo a una estrategia de negociaciones. Ni siquiera se ha hecho un análisis coste-beneficio sobre su utilidad, lo cual deja en manos del tiempo la solución de la guerra, lo que en última instancia favorece una política de hechos consumados que premia, en este caso, a Rusia. Es más, empuja, y a la vista de su ineficacia, a una nueva política de alianzas por parte de los países sancionados o integrados en lo que en tiempos de Bush se llamaba ‘eje del mal’, y que puede ser en el futuro el germen de futuros conflictos regionales. Ucrania, en este sentido, aparece como un peón a sacrificar en medio del duelo por la hegemonía mundial entre EEUU y China. Con sanciones y sin sanciones.