Iñaki Ezkerra-El Correo
«No es un insulto; es un diagnóstico». La frase se le atribuye a Cela en el contexto de una discusión en la que el Nobel cuestionó la capacidad intelectual de su interlocutor con un contundente vocablo castellano. Me he acordado de esa aclaración léxica leyendo un libro, ‘Nuevo elogio del imbécil’ (Ed. Gatopardo), en el que el escritor italiano Pino Aprile abunda en su vieja tesis de que la estupidez no es hoy una tara, sino una ventaja adaptativa en el camino de la evolución. Nuestra Civilización -según él- habría llegado a un curioso punto en el que los más dotados para la supervivencia y el éxito de todo tipo (social, profesional, económico, político…) serían los imbéciles, un fenómeno no necesariamente lamentable en términos prácticos, biológicos y antropológicos. De acuerdo; los inteligentes habrían construido los cimientos y el tejado del progreso, una sociedad avanzada, unas leyes para hacerla habitable; en fin, el mundo…, pero su misión estaría cumplida y su encomiable trabajo totalmente amortizado. Lo que tocaría ahora es agradecerles los servicios prestados y asumir el consumado hecho de que sería el ‘homo stultus’ el destinado a triunfar y disfrutar de lo conseguido.
El libro de Aprile, que es en realidad una secuela de otro que se editó en 1997 (‘Elogio del imbécil’ a secas), me trae a la memoria ‘La inteligencia fracasada’, un ensayo que José Antonio Marina publicó en 2004. En él nos advertía del prestigio intelectual y la aureola poética del fracaso, o sea, de ese prejuicio contra el éxito, que posiblemente tiene su raíz en la mentalidad romántica y, según el cual, la inteligencia nos incapacitaría para la vida. Marina venía a decirnos que una inteligencia que nos hace desdichados no es tal o es incompleta y posee una grieta por donde la estupidez se abre paso. El libro, los libros, de Aprile son mucho más pesimistas porque parten de que es la estupidez la que nos haría dueños del mundo. Y, para certificarlo, enumera varias leyes propias de los sistemas jerárquicos o burocráticos que premian la estulticia y castigan el talento. De ello uno deduce que los imbéciles se protegen a sí mismos y que, como los inteligentes, tampoco lo son en estado puro.