EDITORIAL-EL ESPAÑOL 

Sólo un par de semanas después de que Yolanda Díaz dijera que estaba «lejos de alcanzar un acuerdo» para la investidura de Pedro Sánchez, PSOE y Sumar han cerrado este martes un pacto de Gobierno.

Las 230 medidas recogidas en el documento presentado por Sánchez y Díaz incluyen el encarecimiento del despido, el refuerzo y la mejora del Ingreso Mínimo Vital, el control de los precios de la vivienda, la regulación de los alquileres, una «cesta de la compra básica a precios asequibles», la conclusión de la interrumpida Ley de Familias o la derogación de la Ley Mordaza.

Es evidente que el acento del acuerdo en el programa social tiene como objetivo desviar la atención del público de la parsimoniosa negociación secreta con Junts, para así intentar contrarrestar el desgaste político de la amnistía (que no se menciona ni una sola vez en el texto) con el anuncio grandilocuente de medidas sociales.

Este catálogo de incrementos en distintas partidas del gasto público quiere también enfatizar que el Gobierno de coalición que previsiblemente saldrá de la negociación con todos los partidos nacionalistas, incluyendo incluso a partidos de derecha como PNV o Junts, será una mayoría «progresista».

Es decir, la habitual consigna con la que el Gobierno de Sánchez se ha autolegitimado: las cesiones al separatismo son un mal menor siempre que sirvan para «seguir avanzando en derechos».

Más allá de la propaganda, habrá que ver cuántas medidas de las comprometidas se aprueban, porque cabe esperar que PNV y Junts estén en contra de muchas de ellas. No en vano, los jeltzales ya han mostrado sus reticencias hacia «los mal llamados impuestos a banca y energéticas», y han hecho un llamado a «ser muy cuidadosos en los acuerdos y no imponer agendas propias que pueden chocar con la de otros».

También es previsible que el PNV comparta la indignación de las aerolíneas con la propuesta de suprimir los vuelos domésticos en aquellas rutas en las que exista una alternativa en tren con una duración menor a dos horas y media. Porque esto supondría, por ejemplo, reducir en un 80% el tráfico del aeropuerto de Bilbao. Amén de que, en ausencia de una red ferroviaria adecuada, dificultaría y encarecería enormemente los desplazamientos.

La mayor novedad del acuerdo reside en la asunción por parte del PSOE de la rebaja de las horas trabajadas, sin reducción salarial, hasta las 38,5 semanales en 2024, y hasta las 37,5 en 2025 si se cuenta con el visto bueno de la patronal y los sindicatos.

Carece de lógica que cuestiones tan capitales para el mercado de trabajo como la jornada laboral, en lugar de abordarse en el marco del diálogo social, sean impuestas legalmente por el Gobierno, y sin evaluar sector por sector y caso a caso si las empresas tienen margen para reducir las horas.

Por eso, la patronal ya ha lamentado la injerencia gubernamental, al margen de los agentes sociales y fuera de la negociación colectiva. En un comunicado conjunto, CEOE, Cepyme y ATA (en la misma línea que el pronunciamiento del presidente del Instituto de la Empresa Familiar) han alertado de que la implantación de la semana laboral de cuatro días «tendrá un impacto negativo para la actividad de las empresas y, por tanto, para el crecimiento de la economía y la creación de empleo en España».

Resulta irónico que el propósito de Sánchez y Díaz sea lograr el «pleno empleo». Porque, si este programa llega a aplicarse, redundará en un menor crecimiento y terminará empobreciendo al conjunto de la sociedad.

En una coyuntura de sucesivas subidas del salario mínimo (que este Gobierno ya ha incrementado en un 47%), de incremento de las cotizaciones sociales, de elevada imposición sobre la banca y las empresas energéticas, y en un contexto inflacionario, recortar la jornada laboral manteniendo salarios se traducirá en un incremento de los gastos para las empresas. Y, por consiguiente, en una merma de su competitividad, que amenazará también su viabilidad.

El Gobierno debería estar centrado en mejorar la estancada productividad, el gran problema de la economía española, y no en impulsar demagógicamente la conciliación familiar a costa, precisamente, de la productividad.

En cualquier caso, el pacto entre Sánchez y Díaz, el único que el candidato tiene amarrado por el momento junto al de EH Bildu, se daba por hecho. La formación de Gobierno sigue estando en manos de los independentistas catalanes, que siguen condicionando su apoyo a la amnistía, con independencia de lo acordado con Sumar.

Puede que la votación de este martes del Consell de la República, la fantasmal asamblea personal de Carles Puigdemont, le facilite en cierta medida a Sánchez la obtención de los escaños de Junts. Porque aunque el 74,9% de sus bases ha rechazado facilitar la investidura del candidato, apenas ha participado en la consulta el 4,4% de los inscritos.

La evidencia de que el independentismo está desmovilizado, y de que el pulso de Puigdemont con el Gobierno no es más que una pugna por obtener un beneficio personal, que ni representa ni interesa a nadie, deja al prófugo a los pies de Sánchez, y a este con mayor margen para negociar una ley de amnistía muy dañina en lo simbólico y lo institucional (ya que le regala el «relato» al independentismo), pero de efectos prácticos menores.