EL MUNDO 16/02/14
CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO
La próxima semana está anunciada la llegada al País Vasco de diferentes representantes de la Comisión Internacional de Verificación, del Grupo Internacional de Contacto y de la llamada Conferencia de Ayete. En fin, que los afamados restaurantes de San Sebastián están de enhorabuena.
El grupo de auspiciadores de las pretensiones de ETA estará encabezado por Ram Manikkalingam, al que le acompañará el contumaz Brian Currin, e incluso no se descarta que también acuda a la cita Gerry Adams, antiguo dirigente del IRA.
Manikkalingam será el cabeza de lista de la delegación internacional. Su currículum como pacificador se reduce a su intervención en la fase final del conflicto entre la guerrilla de los Tigres del Tamil y el gobierno de Sri Lanka, que concluyó con la derrota de los felinos en 2009 tras 37 años de terror.
Si exceptuamos el hecho de que los Tigres querían constituir un estado independiente en el norte de la isla y que, en su comunicado de disolución, acuñaron la frase «lamentamos las vidas perdidas», ahora copiada por ETA, las similitudes entre el conflicto de Sri Lanka y el del País Vasco son más bien escasas. Yo diría que nulas.
Vienen para escenificar algo. Tal vez, según dijo ETA en su comunicado del pasado fin de semana, alguna «aportación significativa» al proceso de paz. Es decir, vienen a hacer de palmeros de un gesto impostado al que la banda pretende sacar rédito político.
¿Qué se puede esperar de ETA el próximo fin de semana? ¿Tal vez la entrega de unos cuantos fusiles oxidados? ¿La difusión de un vídeo, grabado ya hace meses, en el que se ve a los etarras desenterrando un zulo?
El problema de ETA es que su striptease armamentístico ha perdido valor e incluso morbo. Las Fuerzas de Seguridad del Estado tienen localizados todos, y digo todos, sus zulos desde hace bastante tiempo.
Saben las armas que tiene e incluso el número de fuerzas con las que cuenta. David Pla e Iratxe Sorzabal, sus actuales jefes, sólo pueden aspirar a entregarse de una forma digna.
La desesperación de la escuálida cúpula de ETA ha llegado a tal punto, que la semana pasada tuvo que improvisar el comunicado remitido a Gara para intentar hacerse un hueco de protagonismo en una negociación que está pilotanto el lehendakari vasco.
Cuando se conoció que Iñigo Urkullu se había entrevistado con Rubalcaba y con el presidente del Gobierno en Moncloa, ETA decidió salir al paso reclamando un papel, aunque fuera secundario, en este punto final a su propia historia de muerte y extorsión.
Lo que pedía ETA, en definitiva, era participar en la negociación, «aportar» sus ideas y su «experiencia» para la «solución del conflicto».
¿Cómo no va a querer ETA apuntarse la medalla de su propia desaparición? Aparecer en una mesa junto a líderes del PNV, del PSOE y no digamos del Gobierno sería para la banda un éxito político tan relevante como inmerecido. De ilusión también se vive.
ETA está tan derrotada como los Tigres del Tamil, por eso sus «gestos» no tienen ningún valor, por mucho que los mediadores internacionales pretendan justificar su existencia y sus retribuciones simulando una contribución «histórica» a la paz.
Lo único que tendría algún significado por parte de ETA sería el anuncio de su disolución sin condiciones. Pero eso, por el momento, no está en sus planteamientos.
Mientras la banda da sus últimas bocanadas, el PNV se ha puesto a la cabeza de la manifestación para lograr que el Gobierno ceda en la cuestión de los presos.
Urkullu ha hablado con Rajoy y con Rubalcaba de un plan progresivo de excarcelaciones y acercamientos, previa firma de un documento individual en el que cada etarra pide perdón a las víctimas.
El gran escollo de ese plan es que Urkullu pretende que los terroristas condenados por delitos de sangre con el nuevo Código Penal también tengan un horizonte de libertad, con una significativa reducción de condenas.
El Gobierno se muestra inflexible en ese punto. También se niega a acercar presos o a excarcelaciones y terceros grados de presos a punto de concluir sus condenas, al menos hasta que ETA no se disuelva.
Urkullu está jugando sus bazas con la vista puesta en las próximas elecciones municipales y autonómicas. Sabe que su apuesta por desactivar el conflicto de los presos le puede reportar votos de los que ahora apoyan a Bildu y en algún momento se sintieron identificados con el PNV.
Pero Urkullu, eso es importante saberlo, está siendo leal con el Gobierno. No está jugando a dos bazas. Y tampoco se está aprovechando del órdago soberanista en Cataluña para apuntar en un calendario la fecha de la independencia de Euskadi. Urkullu sabe que su contrincante, mucho más que el PP o el PSOE, es Bildu.
El peligro real en el País Vasco es precisamente ése: que Bildu, el brazo político de ETA, se convierta en la fuerza más votada.
Esta semana hemos podido comprobar lo delicada que es la situación en la Comunidad Foral de Navarra, cuya anexión a Euskadi quiere la izquierda abertzale.
El coqueteo del PSN con Bildu muestra con claridad hasta qué punto la debilidad en los principios de los grandes partidos es inmediatamente aprovechada por los que pretenden la ruptura de España.
El PSN puede jugar el mismo papel que el PSC de Maragall si Rubalcaba no impone su criterio ya.
Un gobierno de coalición con el apoyo de Bildu en Navarra sería una bomba de relojería similar a la que ha supuesto la alianza en Cataluña de CiU y ERC.
ETA ya no va a marcar la pauta en el País Vasco. Eso lo sabe hasta el bueno de Manikkalingam. Pero eso no significa que los problemas políticos se hayan acabado. Al contrario.
La herencia de ETA, al margen de su reguero de muerte, es un grupo político disciplinado y con un programa tan escueto como fácil de asimilar: la independencia del País Vasco.
En paralelo con la consolidación de Bildu, el PSE y el PP han ido perdiendo influencia y votos. Hasta tal punto, que ahora lo que garantiza la no ruptura es la sensatez de Urkullu.
El Gobierno debe ser consciente de esta situación de debilidad del Estado y buscar soluciones a corto y medio plazo.