Javier Merino y Jesús Mª Puente, EL CORREO, 27/10/12
La enorme manifestación de Barcelona del 11 de septiembre, Diada Nacional de Cataluña, ha supuesto un hito independentista y un reflejo del creciente malestar que provocaría la ‘desafección’ de Cataluña con respecto a España. Si no fuera por lo reiterado de procesos de esta naturaleza, serían más sencillas de entender las reacciones de sorpresa por la demostración de fuerza del nacionalismo catalán. En realidad, lo que está pasando en Cataluña responde a todos los estereotipos reproducidos por los nacionalismos desde tiempo inmemorial. Recurrir a la defensa del equipo de casa (siempre amenazado por fuerzas ajenas y malignas) es el mecanismo más socorrido cuando se ha estado sembrando durante mucho tiempo con discursos tan pobres como fáciles. Que las épocas de crisis son propicias para la demagogia y para hacer pasar por evidente lo que no son más que lugares comunes también es ampliamente conocido. Por eso lo que está ocurriendo en Cataluña puede irritar, contentar o dejar indiferente, pero difícilmente sorprender.
Una parte importante de la población catalana está convencida de que sin España sería más rica; es decir, que los recortes de su sanidad, su educación, sus servicios sociales, sus sueldos, no existirían (o serían mucho menores) si no sufrieran el ‘expolio’ español. La argumentación es tan pueril que causa asombro, pero el caso es que ha triunfado. Y eso cuando cualquier contribuyente, así en Cataluña como en el resto de España, sabe perfectamente que los territorios no tributan, que lo hacen las personas y las sociedades mercantiles. Otra cosa diferente es que los ricos y poderosos consigan casi siempre tributar mucho menos de lo que proporcionalmente les correspondería. Este es el problema central fiscal de Cataluña y de toda España, problema agudizado por el Gobierno de la Generalitat.
La cosa podría tener su sentido si tales formulaciones provinieran exclusivamente de nacionalistas conservadores. Lo que empieza a convertir la situación en preocupante (y peligrosa) es que la mayoría de la izquierda en Cataluña ha asimilado, de una u otra manera, este discurso y lo ha hecho propio.
Si la situación cristaliza en el momento en que la crisis económica muestra su cara más nociva y duradera, no es menos cierto que hunde sus raíces en unas prácticas políticas de hace décadas, en una deriva cada vez más tortuosa y acelerada. No olvidemos que la izquierda accedió a la Generalitat por primera vez en 2003 (gobierno de coalición PSC, ERC e IC-EUiA) y que lejos de imprimir un sello igualitario a sus políticas, tras 24 años de gobiernos nacionalistas de derechas, no tuvo mejor ocurrencia que embarcarse con la colaboración de Zapatero en esa aventura absurda, con ribetes esperpénticos, en que consistió el nuevo Estatuto. Tal empeño, según los sondeos de opinión, solo importaba a los líderes políticos y el tan mentado pueblo catalán no mostraba el menor interés por reformar su Estatuto. Esta percepción, que se podrá discutir poniendo en cuestión la relevancia de los sondeos de opinión para la extracción de conclusiones políticas, se vio ratificada, corregida y aumentada con la propia celebración del referéndum, que alcanzó una participación del 48,8% del censo electoral. La presentación de este intento como la expresión de la honesta voluntad federal del pueblo catalán y de sus esforzados líderes de la izquierda política no pasa de ser, en consecuencia, una falacia.
A partir de aquí, la evidente extensión del independentismo en la sociedad catalana (igual de evidente que la apatía ante el Estatut del 2006) no responde a un clamor que surge de abajo, de ese pueblo que supuestamente piensa, habla, se mueve y reivindica de manera unánime, pero que solo existe en la imaginación de los nacionalistas radicales. Es producto, en buena medida, de la traducción del malestar público por las consecuencias sociales de la estafa financiera a un discurso político secesionista adobado de victimismo. Tal discurso es promovido por los propios gestores del desmantelamiento de los servicios públicos en Cataluña y principales aliados del PP en la aplicación de tales políticas en España, pero surte efecto por la incapacidad del PSC para objetar seriamente cualquier reclamo nacionalista y por el apoyo irrestricto de la izquierda de IC-EUiA, que no tiene empacho en ir del brazo a construir un Estado con los principales aliados de los banqueros alemanes y españoles.
Es conocida la deriva nacionalista (el eufemismo de catalanista no deja de ser una expresión piadosa para no autoidentificarse como nacionalista) de las principales organizaciones de la izquierda y la lamentable soledad de quienes se niegan a entrar en este ámbito tan confortable y resguardado que representa el nacionalismo. Por eso el nuevo salto adelante es un paso natural si tenemos en cuenta que viene siendo preparado desde hace mucho tiempo por la dejación de unas fuerzas de izquierda mayoritarias en la Cataluña posfranquista, progresivamente desplazadas por el nacionalismo conservador (de Convergencia) o teóricamente de izquierda (el de ERC). Que la izquierda abandone (o relegue) el discurso de clase para insistir en el hecho territorial coloca a los de abajo, a los que más están sufriendo esta crisis, en una situación de indefensión absoluta. Que fomente el espejismo de una salvación favorecida por la separación de España no solo es un espantajo carente de toda verosimilitud sino que delata una actitud extraordinariamente insolidaria y egoísta, muy similar a la de los gobernantes y grupos dirigentes alemanes, con la denostada Merkel a la cabeza.
Javier Merino y Jesús Mª Puente, EL CORREO, 27/10/12