FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD 05/07/14
FÉLIX OVEJERO
– Héroes, heterodoxos y traidores. Historia de Euskadiko Ezkerra (1974-1994)
Gaizka Fernández Soldevilla
Madrid, Tecnos, 2013
· Tiempo de canallas. La democracia ante el fin de ETA
Eduardo Teo Uriarte
Vitoria, Ikusager, 2013
· 1979/2006. Historia de la Resistencia al nacionalismo en Cataluña
Antonio Robles
Barcelona, Biblioteca crónica Global, 2013
Podrá contarse de muchas maneras, pero la idea fundamental de nuestros nacionalismos más tremendos es muy sencilla: España ha oprimido históricamente a vascos y catalanes, explotados en su riqueza y despreciados en su identidad cultural. El maltrato económico y la falta de reconocimiento político de una identidad cultural compartida serían la cristalización consumada de un conflicto que se ha prolongado durante siglos y que se manifiesta de distintas formas. Algunos, como Esquerra Republicana de Catalunya, hablan sin rubor de colonias víctimas de ocupación militar. Es el relato del conflicto12. Un relato que, apenas sin reservas, la izquierda española ha hecho suyo con muy pocas excepciones. En ese guindo anda y no parece que se vaya a caer.
Y ahora, la realidad. La económica, primero. En palabras de Teo Uriarte en uno de los libros reseñados: «El País Vasco es una de las zonas de mayor bienestar de Europa y el mundo, donde más de cien mil ciudadanos vascos, de una población de 2,1 millones, disponen de una segunda vivienda en propiedad en otras partes de España, donde los salarios medios en activo y las pensiones de jubilación superan la media española y donde dos de sus localidades, San Sebastian y Getxo, tienen las viviendas más caras de España. Además, la cobertura de servicios sociales alcanza los niveles más altos. También hay que mencionar la relación de privilegio fiscal y financiero con el resto de España». Exactamente, según uno de los más competentes analistas de estas cosas, Ángel de la Fuente, «la financiación por habitante del País Vasco es superior en un 60% a la media de las regiones de régimen común a igualdad de competencias». La fantasía no es menor si atendemos a la acusación de falta de reconocimiento de la identidad. El sistema público ofrece la posibilidad de estudiar íntegra y exclusivamente en euskera, una lengua que sólo utilizan el 13,3% de los vascos. Eso sí, el euskera es un requisito para acceder a concursos, empleos públicos y ayudas a proyectos de cualquier orden. Una decisión institucional que cercena las opciones sociales y laborales de una mayoría de los vascos, incompetentes en euskera. Y, por supuesto, también del resto de los ciudadanos españoles, a los que no les cabe ni la posibilidad de jugar el partido.
En Cataluña, pues poco más o menos. O peor: aunque no existe la posibilidad de escolarizarse en castellano, ésta es, además de la lengua común, la lengua materna del 55% de los catalanes, frente 31,6%, que tiene el catalán. La clase política de primera línea presenta otro perfil: según solventes estudios de hace pocos años, tan solo el 7% de los parlamentarios reconoce el castellano como su «identidad lingüística»3. Una circunstancia poco compatible con lo que normalmente sucede con las colonias: los colonizados son los que mandan. Como tampoco lo es que Cataluña sea la región con mayor PIB de España, que el presidente de la Comisión de Exteriores de la metrópoli sea un nacionalista catalán o que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y otros cincuenta y cinco altos cargos de la Generalitat cobren más que el presidente del Gobierno. Y, si se mira la trama social, la fabulación nacionalista todavía resulta más extravagante. Cerca del 70% de los catalanes, que en primera y segunda generación proceden de otras partes de España, ocupan las partes más bajas de la pirámide social y viven en el extrarradio de las ciudades, mientras que los «colonizados» habitan en los mejores barrios. También aquí la lengua empeora las cosas, al menos si nos importa la igualdad. Al convertirse el catalán en requisito para acceder a muchos puestos laborales, entre ellos los de la administración pública, la lengua oficia como un filtro que penaliza a los castellanoparlantes, los más humildes. La exclusión real es la de los supuestos invasores. Y no es retórica, que, de tan naturalizada que está la patología, se expresa con pasmosa brutalidad. Es el caso de Mas cuando recomienda a los que piden la escolarización en castellano «que monten un colegio privado en castellano para el que quiera pagarlo, igual que se montó uno en japonés en su momento». Otro ejemplo: en pleno debate electoral, ante la presencia callada de los políticos de izquierda, interrumpe a otro candidato para decirle: «Miren si este país es tolerante que ustedes vienen aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no pasa nada». Lo más inquietante de todo es el «vienen aquí», ese sentido patrimonial del territorio político, asociado, además, a la identidad.
· España muestra un grado de reconocimiento institucional de sus lenguas minoritarias absolutamente excepcional, sin paralelo en otros países de la Unión Europea
Ese es el cuadro: España muestra un grado de reconocimiento institucional de sus lenguas minoritarias absolutamente excepcional, que, desde luego, no encontramos en ningún otro país de la Unión Europea con un grado de pluralidad cultural comparable o mayor4. Opresión, ninguna: riqueza y reconocimiento. Sin embargo, la izquierda ha comprado el cuento de la opresión nacional. Asume que hay un fondo de verdad en el relato nacionalista. Y hasta reproduce sus mentiras. En el caso catalán sobran los ejemplos. Así, la Conferencia Política de EUiA, (Esquerra Unida i Alternativa, referente de Izquierda Unida en Cataluña) defiende la existencia de un límite del 4% de la solidaridad interterritorial «como en Alemania», aunque hoy todo el mundo sabe –y admite, incluidos sus promotores– que la existencia de ese límite es una falsedad puesta en circulación por los nacionalistas, como lo es, dicho sea de paso, la existencia de balanzas fiscales oficiales en los Estados federales del mundo. Pero lo peor no es ya que la izquierda compre la mentira sino que, también, adquiera en el lote el sustrato moral que acompaña a la mentira: la indecencia del límite a la solidaridad. Por este camino, EUiA se encuentra, en estos asuntos, al lado de la Liga Norte, el incómodo apoyo internacional del presidente de la Generalitat.
Pero los desórdenes morales en torno al nacionalismo catalán de los últimos tiempos resultan pecados veniales comparados con los que han acompañado durante tantos años al nacionalismo vasco. El más evidente, el matonismo cotidiano: el asesinato, la intimidación y los desplazados políticos. La falta de libertad, sin más, tan magníficamente sintetizada en la clásica secuencia de Blade Runner: «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo». Falta de libertad de unos que era falta de libertad sin más, porque en la buena sociedad, como nos recordaba el Manifiesto comunista, «La libertad de cada uno es condición de la libertad de todos». Y es que por no ser libres ni siquiera lo eran quienes compartían la perspectiva de los asesinos, que no eran libres de defender cosas distintas de las que defendían, de cambiar de ideas. Incluso ellos mismos tenían razones para dudar de si lo que decían creer lo creían honestamente o lo hacían porque era lo único que les dejaban creer.
A partir de ahí, el resto. El terror era el soporte material –que no el intelectual– último de las miserias de muchos otros, de cómplices, que cobijaban al criminal y señalaban a la víctima; de los que comprendían los asesinatos, «porque algo habrán hecho»; de los apocados, que educadamente pedían a su vecino que «por favor, no deje el coche en el garaje de la comunidad, que los demás no queremos pagar por sus ideas», y de los equidistantes, que otorgaron razón a la violencia por el hecho mismo de serlo y pedían «diálogo», como sucedió con aquel improvisado remate de la periodista Gemma Nierga –portavoz circunstancial de los allí presentes– a la manifestación posterior al asesinato de Ernest Lluch: «Estoy convencida de que Ernest, hasta con la persona que lo mató, habría intentado dialogar; ustedes que pueden, dialoguen, por favor».
Pero ha habido más. La contaminación moral alcanzó también a aquellos que parecían oponerse al relato del conflicto. Expresiones como «los esfuerzos de ETA no son suficientes» o, incluso, «ETA tiene que comprender que su única opción es disolverse y entregar las armas», se avecinaban inquietantemente al trato que el profesor otorga al alumno descarriado del cual espera que reconduzca su conducta. Atentos a las buenas señales, debíamos elogiar los gestos y agradecer el respeto a la ley, el comportamiento que se da por supuesto a cualquier ciudadano. Parecía que les debíamos alguna cosa, que la deuda era nuestra, aunque fuera ETA la que debía bastantes más cosas que explicaciones.
El trasfondo de reproche y elogio, una versión de la parábola del hijo pródigo, reposaba en un inquietante poso de confianza, en la creencia de que la reconvención y nuestra decepción escuecen al criminal porque le importan tanto nuestro juicio sobre él como el paisaje moral de fondo que hace inteligible el reproche. Si te recrimino una grosería, es porque espero que te importen tanto las buenas maneras como mi opinión. Sustituyan ETA por Al Capone o Jack el Destripador y entenderán lo que quiero decir. Si a algún lector la comparación le parece un desafuero, es porque está preso precisamente de lo que quiero señalar, porque cree que hay razones para entender a ETA que no se dan en los otros dos casos. Confío en que siga leyendo: detrás de su incomodidad se esconde el meollo de problema, el soporte intelectual del desorden.
Hay muchas razones psicológicas por detrás de un desajuste moral que lleva a empatizar con los asesinos, casi todas con el nombre de solemnes teorías psicológicas: disonancias cognitivas, preferencias adaptativas, síndrome de Estocolmo, etc. Cada una a su manera confirma que los humanos andamos necesitados de levantar patrañas para afrontar fragilidades y desamparos, hasta incluso buscar la simpatía de quien nos esclaviza. Intentamos recrear nuestras biografías y pactar con miserias y cobardías sin sentirnos miserables o cobardes. Eso y mil cosas más, seguramente. Y casi es normal que suceda. Pero si en el caso del terrorismo nacionalista se materializan con tal naturalidad es porque un armazón argumental allana el camino: el relato del conflicto con la nación oprimida. A partir de la asunción de que hay una justicia última en el relato nacionalista, de que una reclamación digna late por debajo de la indignidad de los procedimientos, la retórica de la comprensión se precipita. La identidad ignorada, el trato especial, las asimetrías y la historia, sobre todo la historia, servirán para establecer reconciliaciones y equidistancias imposibles entre víctimas y victimarios, para contraponer los esfuerzos de «la izquierda abertzale» a la intransigencia del «Tea Party pepero», para reclamar diálogos, perdones y el aquí paz y después gloria.
Con todo, no es lo peor. A primera vista, parecería que la perversión radica en asumir que, por «políticos», los «chicos de la gasolina» y los de las pistolas son mejores que los criminales comunes. Al fin y al cabo, no hay motivo para pensar que las razones políticas son más limpias que las impúdicamente criminales. Más bien al contrario: el crimen por «razones políticas», en una sociedad democrática, es peor que el crimen que no busca coartadas ni escamotea su indignidad. No cabe exculpación en la invocación a la naturaleza política de los objetivos de la organización terrorista, cuando precisamente la política decente se sostiene en el respeto a la dignidad del discrepante. Pero la magnitud del desarreglo moral es todavía mayor, si tenemos en cuenta que la política no siempre es coartada: pocos disculpan los crímenes de nazis y xenófobos. La vileza radica en que cuando se dice «por razones políticas», se está queriendo decir «razones políticas justas». Ahí se instala la línea de demarcación con los nazis, la que sostiene el edificio entero de la comprensión, la que hace impensable la retórica del arrepentimiento, la que allana el camino a que, al salir de la cárcel, los criminales sean recibidos como héroes y encuentren a los suyos ofreciéndoles el balcón de los consistorios para los aplausos de los vecinos. Nada que ver con el final del franquismo, cuando los cómplices de la dictadura volvían discretamente a sus casas, confiando en que nadie les recordara su pasado. El problema no era de poder, pues poder siguieron conservando los franquistas durante bastante tiempo, mucho más que el de una ETA policialmente derrotada por un Estado democrático, sino de paisaje moral, de ese sórdido paisaje moral ocupado por el mentiroso relato nacionalista del conflicto. El problema era que «franquista» era una ofensa y «abertzale» es un honor.
Si el embrollo moral funciona es porque los pasos en falso son altamente probables cuando quiere combatirse la violencia dando por buenos sus motivos, que es lo que sucede cuando se acepta el relato nacionalista. La moraleja más extendida entre quienes compran el relato del conflicto es que, aunque las buenas causas se han defendido de malas maneras, eso no supone que las malas maneras enloden la justicia de las causas. Y sí, estrictamente, no es descartable que una buena causa se defienda de mala manera. Pero ese no es el presente caso. Aquí no sólo hay malas maneras: también hay malas causas, y, además, la relación entre unas cosas y otras no es casual. En realidad, lo que sucede es que: a) en una sociedad razonablemente democrática se han cometido asesinatos y violencias; b) se ha hecho en nombre de ideas nacionalistas, esto es, de una noción de ciudadanía excluyente; y c) el vínculo entre a) y b) está lejos de ser circunstancial. Como no creo que nadie pueda discutir de buena fe las dos primeras tesis, déjenme desarrollar la tercera.
Vaya por delante que no estoy sosteniendo que el vínculo sea necesario, que la relación entre la violencia y el relato sea como el que se da entre el teorema de Pitágoras y los axiomas de la geometría euclidiana. Pace quienes quieren encontrar el gulag en las páginas de El capital, la relación entre ideas y prácticas está lejos de ser inexorable. Ideas y prácticas se mueven en planos diferentes y, por lo demás, siempre cabe introducir premisas intermedias para enderezar conclusiones que, a primera vista, pueden parecer obvias. Carl Schmitt sirvió a los nazis y a las Brigadas Rojas. Dicho esto, el hecho de que los vínculos no sean necesarios no descarta la existencia de vínculos de plausibilidad. Difícilmente servirá el Corán para fundamentar una comuna hippie y en Mein Kampf no se encuentran instrucciones para el Bar Mitzvah. En nuestro caso sucede que difícilmente será compatible con la convivencia democrática un ideario que pone la pertenencia a la comunidad cultural por encima de consideraciones igualitarias y se fija como objetivo la recreación de una identidad esencial. Se necesita construir la nación y poner en vereda a los que se resisten.
Para ser algo más precisos: que el vínculo entre a) y b) no resulte circunstancial no deriva en puridad de la incompatibilidad conceptual entre la nación identitaria y la nación democrática. Que esa incompatibilidad existe está fuera de duda: sobre ella se levanta el combate de los dos últimos siglos entre el ideal nacido en la Revolución Francesa, la nación de ciudadanos iguales en derechos y libertades, y la nación del Volksgeist de los historicistas, la étnica, asociada a la identidad, que tendrá su expresión más consumada en las apelaciones a la raza aria. Por supuesto, la nación identitaria podría decorarse como democrática en un mundo de ficción, de islas perdidas con poblaciones desconectadas, en las que –a falta de un doctor Mengele– operase una suerte de especiación alopátrica, por aislamiento geográfico. Otra cosa es en la vida real, en la historia conocida, mestiza y mudadiza, donde los intentos de levantar naciones a partir de ciudadanías compactas culturalmente conducen inexorablemente a levantar fronteras, socavar derechos y expulsar poblaciones. La aspiración a naciones sostenidas en comunidades culturales tuvo mucho que ver con la Gran Guerra y, en nuestro mundo, en el que apenas se encuentran veinticinco Estados lingüísticamente homogéneos –esto es, en los que al menos el 90% de la población habla la misma lengua– es una garantía segura de zapatiesta no menor, incluso en el continente «más normalizado», Europa, con cuarenta y nueve Estados y doscientas veinticinco lenguas, por no hablar de lo que sucedería en países como Nueva Guinea, que para responder a su configuración lingüística debería atomizarse en mil Estados, a razón de una identidad lingüística por Estado.
La vileza radica en que cuando se dice «por razones políticas», se está queriendo decir «razones políticas justas»
Los descarríos de fundamentar las comunidades políticas en las identidades constituyen un poderoso argumento para apostar por las naciones democráticas, en las que el perímetro de la ciudadanía no se atiene a patrones culturales. Al revés, la prioridad de la ley y la democracia, el compromiso con las reglas como único requisito de ciudadanía, es garantía de la pluralidad: no hay ciudadanos fetén, ni más propiamente «nacionales» según su grado de «integración»; no caben preocupaciones, como la expresada por Jordi Pujol, por un mestizaje que se convierte en «una cuestión de ser o no ser» de la comunidad política, porque sucede como con «un vaso (al que) se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más, y también la disuelve», pero llega un momento en que «no la disuelve». Dicho de otro modo: en una sociedad razonablemente democrática, como la nuestra, mientras no se limiten los derechos de nadie, no está justificado romper las reglas. El derecho de autodeterminación sólo procede cuando se explota o se priva de derechos a las minorías nacionales. Es lo que en inglés se denomina remedial secession: la autodeterminación externa, la secesión y la creación de nuevas fronteras y de un nuevo Estado como respuesta a la opresión sistemática por parte del Estado. Era lo que sucedía con las colonias y es, tal vez, lo que puede suceder con poblaciones indígenas, homogéneas y concentradas territorialmente. En ausencia de democracia y con comunidades excluidas, desprovistas de derechos, el relato del conflicto, si no es fantasioso, conduce sin excesivos desórdenes morales a la rebelión.
La incompatibilidad entre el mundo de las naciones identitarias, levantadas sobre etnias homogéneas, y los principios de las naciones democráticas está, por lo visto, fuera de toda duda. Pero, más allá de eso, y de que un mundo levantado sobre etnias homogéneas resulte peligroso o improbable, lo que en nuestro caso empeora las cosas y estrecha el vínculo entre malas ideas y malas acciones es una circunstancia bien precisa: la falsedad de los supuestos empíricos del relato nacionalista. Porque aquí hay algo más que la incompatibilidad en los principios entre la nación democrática y la nación identitaria. Ésta, como tal, no impide, bajo ciertas circunstancias, la compatibilidad práctica. Si, por ejemplo, se da la improbable circunstancia del aislamiento reproductivo de poblaciones dispersas (la citada especiación alopátrica) y la nación ciudadana se levanta sobre la homogeneidad étnica, sobre comunidades culturalmente compactas (como las que sueñan los nacionalistas), con arreglo al principio que propugnó Wilson y –sufrimientos y bestialidades bélicas mediante– permitió a Rusia, Alemania y el Reino Unido destruir primero y quedarse después con los restos de los imperios turco y austrohúngaro, en ese caso, el nacionalismo podrá forzar la maquinaría de la democracia y, en nombre de la mayoría, imponer su ley. Una minoría que es mayoría territorialmente concentrada puede jugar a la democracia en su perímetro geográfico y, si existen instituciones de autogobierno, atrincherarse en apelaciones a la «voluntad del pueblo». En el límite, hasta puede pensar en levantar su Estado en nombre de la nación.
Pero ese no es el caso de nuestros nacionalismos y por eso no pueden ni siquiera simular el juego de la nación democrática. Como nos recordaban los datos iniciales, «la identidad nacional» es un cuento y la explotación, un deliro. Aquí no hay minorías excluidas ni oprimidas. Por no haber, no hay minorías que sean mayoritarias en los territorios de las naciones recreadas. Nadie en su sano juicio puede pensar que Mas o Urkullu son Gandhi, Luther King o Mandela. Y, claro, cuando, como es el caso, no se encuentra por lado alguno la nación invocada; incluso más, cuando hasta el invento goza de reconocimiento, ya no hay manera de jugar a la democracia, ni en serio ni en broma. Para que se entienda: en un País Vasco o en una Cataluña independientes, la «cultura nacional» de los nacionalistas nada tendría que ver con la cultura de los nacionales y, en consecuencia, para construir la nación habría que prescindir de la democracia, sea liberal, republicana, participativa o elitista.
De hecho, todos los argumentos que se han utilizado para defender la «cultura nacional» de los ciudadanos de las supuestas naciones exigirían, en rigor, acabar con las identidades nacionales que saturan las proclamas nacionalistas. No lo digo yo: lo dice uno de los mayores teóricos del nacionalismo, cuando sostiene que la nueva nación debe hacer uso exclusivo de «la lengua y la identidad comunes […]. Una economía moderna requiere una fuerza de trabajo móvil, alfabetizada e instruida. La educación pública estandarizada en un mismo idioma se ha considerado esencial si se quiere que todos los ciudadanos tengan iguales oportunidades laborales en la economía moderna. De hecho, la igualdad de oportunidades se define en razón, precisamente, del igual acceso a las principales instituciones que operan en el idioma de la mayoría»5. Si tomamos como buena la –por lo general solvente– argumentación de Will Kymlicka, en una Cataluña y un País Vasco independientes, su propio principio nos conduciría a mantener el castellano, «el idioma de la mayoría», como única lengua «para asegurar la igualdad de oportunidades», y enviar a los museos la cultura nacional sobre cuya defensa se pretende sostener la independencia de las «naciones sin Estado».
Por supuesto, para un nacionalismo, que tiene un trato infrecuente con la realidad que invoca, los principios tampoco son un problema. De modo que su moraleja es sencilla: peor para la realidad, lo que, en este caso, quiere decir «peor para la libertad». Si no hay minorías oprimidas concentradas territorialmente, que son mayoría en el ámbito de la supuesta nación, no queda otra que levantar la nación inexistente con los genuinamente nacionales y tratar a los que no entran en la horma como ciudadanos en proceso de reconversión, como extranjeros con identidad suspendida. Pueden entrar, pero de uno en uno y sin ensuciar las esencias. Los españoles, si acaso, de visita y sin tocar los muebles: de prestado y a pedir permiso. Esa era la disposición que había en las palabras de Mas y, si se quiere un ejemplo muy reciente, en el acto organizado el pasado 21 de febrero, con motivo del Día Internacional de la Lengua Materna, el Parlamento autonómico de Cataluña situaba al castellano como uno más de los doscientos setenta idiomas extranjeros que se hablan en Cataluña, junto al wólof, el urdú, el quechua, el inglés, el amazig o el árabe. En las intervenciones se defendió al catalán como la única «lengua común» en Cataluña, porque es «nuestra lengua nacional» y como exclusivo «factor de cohesión». Y ahora recuerden: la lengua materna del más del 55% de los catalanes es el castellano. También la común, entre nosotros y entre los españoles.
· La izquierda compró la mercancía más trucada del nacionalismo
Así las cosas, cuando los nacionales no están a la altura del proyecto nacionalista y hay que crear la identidad, la construcción nacional exige forzar las costuras de los derechos, olvidarse de la mínima neutralidad liberal, comprometer a la instituciones públicas con el proyecto identitario, convertir a los medios de comunicación y a las comunidades de identificación (deportivas, recreativas) en herramientas de propaganda y, sobre todo, establecer mecanismos de filtro y penalización, de tal modo que los ciudadanos se vean obligados a decantarse entre unas identidades que se dibujan como excluyentes. Para acomodar el mundo al relato, el nacionalismo oficiará como ingeniero de vidas y de almas. La sociedad civil en marcha a toque de silbato. Una pormenorizada ingeniería social de premios y castigos, y hasta de amenazas o de comprensión ante las amenazas, que animará a unos a marcharse, a otros a recluirse y a unos pocos, muy pocos, a levantar la voz, como nos muestra con documentado detalle el libro de Antonio Robles en el caso catalán. Sobe el caso vasco, no es necesaria otra documentación que la lectura de la prensa de las últimas décadas.
Lo extraño, si se piensa bien, es que tengan que recordarse estas cosas, de sentido común. En realidad, ha habido momentos en los que parecía que el sentido común se imponía. En uno de ellos, quizás el más digno de todos, espontáneo de verdad, en los días que siguieron al asesinato de Miguel Ángel Blanco, muchos ciudadanos cayeron en la cuenta de que unas cosas no estaban alejadas de otras, de que el relato del conflicto no era ajeno a la barbarie. Y entre ellos, algunos dieron unos pasos más hasta las puertas del nacionalismo para reparar en que la obscena moraleja de la compresión no tenía otro sostén que la patraña del conflicto. El nacionalismo se dio cuenta de que se le había descubierto el truco, de que el rey estaba desnudo. Los cultivadores y beneficiarios del relato, que no ignoraban su fragilidad, se asustaron. Y reaccionaron con rapidez. El PNV, antes de que las inevitables conclusiones se impusieran, temeroso de que el deprecio se extendiera desde los procedimientos hasta las ideas, desde los que agitaban el árbol hasta lo que recogían las nueces, intentó frenar la marea y nos advirtió de un singular peligro que, no se sabe por qué, suponía un riesgo para la sociedad democrática: el aislamiento de Herri Batasuna. Al poco firmó el Pacto de Lizarra.
La reacción del PNV se explicaba: vive y alienta un conflicto al que se ofrece como solución. Necesita que no se apague. Su existencia política se justifica en la retórica del conflicto: el PNV se presenta como la respuesta mediante los justos procedimientos a la causa justa. Lo que ya resultaba más difícil de entender era que muchas voces de la izquierda, cuando los ciudadanos establecían las sencillas ecuaciones, siguieran insistiendo –y hasta ofendidos– en la existencia de tan extravagante peligro. El aislamiento político de quienes hacían imposible la democracia y la libertad –y que daban por bueno algo bastante peor que el aislamiento de sus conciudadanos: su exterminio– se convertía, por arte de birlibirloque, en un peligro para la democracia y la libertad. Y ahora comparen de nuevo el trato que se ha dispensado a franquistas o racistas, e intenten recordar a alguien que hubiera condenado su aislamiento. La diferente respuesta sólo se explica porque sigue reconociéndose justicia y verdad en la retórica del conflicto. La integración de los que habían justificado el asesinato era la integración de sus argumentos.
La reacción del PNV resultaba previsible, pues mucho le iba en el negocio, pero que la izquierda hubiera dado curso al relato del conflicto resultaba simplemente ininteligible. El socialismo es un ahondamiento del ideal jacobino que inspira la Revolución Francesa. El propio Marx no dudará en reivindicar explícitamente su lema más completo: Unité, Indivisibilité de la République, Liberté, Égalité, Fraternité6. En condiciones normales, nuestra izquierda debería adoptar frente a los nacionalistas una posición parecida a la que ha tenido la europea frente a la Liga Norte: ponerlos al lado de la reacción, la defensa mezquina de privilegios y la indefendible identidad. No hablamos –no está de más recordarlo– de nacionalismos del Tercer Mundo, a la Nasser, casi siempre de raíz republicana. En coordenadas parecidas, jacobinas, se había situado a lo largo de su historia el grueso de la izquierda española, salvo extrañas excepciones, como el POUM, que, mitologías retrospectivas aparte, fue siempre un partido irrelevante. Pero con el franquismo, sin que nadie se molestara en explicarlo, todo cambió.
No es ocasión de indagar aquí por qué fueron así las cosas, pero así fueron. Con todo, ese no es el problema mayor. En principio, no deberían tener mayor trascendencia los desbarajustes intelectuales de nuestra izquierda, aparte de llevarnos a evocar el clásico lema spinoziano que le gustaba repetir a Marx, según el cual «Ignorantia non est argumentum». El problema aparece cuando al desbarajuste intelectual se une, como es el caso, una suerte de autoridad moral que exime a la izquierda de explicar el porqué de sus apuestas. Basta con su nihil obstat para dar por santa y buena una causa, sin que tenga que demorarse en el trámite del razonamiento. Ante realidades cambiantes, esa combinación de indigencia intelectual y talante sentencioso resulta particularmente patológica, aunque sólo sea porque, por falta de ejercicio, entumece la musculatura mental. El resultado es una retórica menesterosa, reactiva en unos casos e inercial casi siempre, que si sale del «¿De qué se habla? Que me opongo» es sólo para recalar en el «¿De qué se habla? Que me apunto». Sus coqueteos multiculturales, que harían palidecer a Marx de vergüenza, han sido quizás el ejemplo más solemne de esa deriva. Pero tampoco hay que engañarse, que ese es incluso demasiado vuelo. Aquí simplemente bastó que el nacionalismo se reescribiera a sí mismo como antifranquista para otorgarle –sin preguntas históricas ni conceptuales– el sello de calidad democrática. Como si el antifascismo –ese sí, real– de Stalin lo convirtiera en demócrata. En todo caso, el resultado es el conocido: la izquierda compró la mercancía más trucada del nacionalismo, el relato del conflicto, sin tasarlo empírica o ideológicamente, y le concedió un sello de limpieza moral del que carecía por historia y por principios. Un sello que, por lo que fuera, administraba en exclusiva. Resultó malo para todos y pésimo para la izquierda. Porque con el relato nacionalista, enredado en el corto plazo de la política parlamentaria y en el ir tirando, se llevó el tóxico que ha acabado por desquiciar ideológicamente al nacionalismo, como le sucede a cualquiera que intenta cuadrar lo incompatible: con los principios desdibujados y como vaca sin cencerro.
Esa ha sido la corriente dominante, la que explica que estemos donde estamos. Pero no es toda la historia. Unos pocos se cayeron del guindo, se apearon y hasta se resistieron al trastorno general. Los libros aquí reseñados son crónicas de las vidas de algunos que se cayeron, en unos casos en primera persona, en otros con la mirada pulcra del analista. Todos lúcidos. Todos perdedores.
Una historia de traidores
Héroes, heterodoxos y traidores ya fue comentado en estas mismas páginas de Revista de Libros, pero resulta inevitable volver sobre él en el contexto de la presente reflexión. El libro de Fernández Soldevilla arranca de su tesis doctoral, de una investigación académica. Lo es en el mejor de los sentidos, en su afán de verdad. Los juicios son ponderados y no hay afirmación sin documentar. Un esmerado trabajo que es, a la vez, una muestra ejemplar de la reciente historiografía vasca, joven y no tan joven, capaz de tocar los asuntos políticamente calientes sin vocación de trinchera ni servilismos de causa. Y tiene su mérito, porque ese quehacer se ha realizado en una atmósfera de las que invitan al silencio o, aún peor, dada la fácil y tentadora transición desde la explicación a la compresión, a las disculpas y a las justificaciones. Basta con ver lo sucedido con tantos historiadores catalanes, no hace tanto fervorosos marxistas y hoy verdaderos nation builders, entregados a recrear mitologías de esencias nacionales y eternos conflictos entre pueblos impermeables al trasiego de gentes y mercancías. El hecho de que relatos propios de la peor historiografía romántica, en la frontera de la ininteligibilidad intelectual, prosperen en circunstancias bastante más llevaderas que las que han regido la vida de los historiadores vascos invita, por lo pronto, a melancólicas consideraciones acerca del afán de servicio de los académicos cuando los poderes los convocan en nombre de las patrias y, por contraste, resalta más el temple de los que pensaron bajo las amenazas. Algún día habrá que ponerse en serio a indagar en la explicación de tales diferencias: no cabe descartar que la explicación se encuentre precisamente en la violencia, en que las pistolas emplazaban a mirarse en el espejo con menos concesiones para el autoengaño.
Que nadie entienda el recordatorio de la procedencia académica de Héroes, heterodoxos y traidores como una advertencia esquinada: no estamos ante un ladrillo. El libro está bien escrito, no evita las discusiones hondas, de concepto y de alcance general, se lee con la facilidad de una crónica periodística y, sin omitir la información relevante, no permite que el lector se pierda en el boscaje de nombres, siglas y aconteceres. Porque son muchos los nombres, siglas y aconteceres que jalonan la historia de ETA y de EE, los dos principales protagonistas del libro. Esas dos y, también, su paisaje de fondo, la historia más reciente del nacionalismo vasco y, de paso, su mayor obra: la construcción del relato del conflicto, la enorme mentira sobre la que ha querido justificarse el terror.
No está de más recordar a los más jóvenes que EE es Euskadiko Ezkerra, esa coletilla que remata las siglas de los socialistas vascos: PSE-EE. Un partido político que nace como una coalición electoral, fundamentalmente del EMK, Euskadiko Mugimendu Komunista, y de EIA, Euskal Iraultzarako Alderdia, brazo político de ETA político-militar, la vertiente decididamente leninista de ETA, que, con la llegada de la democracia, apuesta por la prioridad de la actividad política. Prioridad quiere decir eso, que la violencia no quedaba excluida. Y es que, hasta 1981, los polimilis continuarían con sus actividades criminales sin que ello despertara recelo alguno entre sus primos políticos, incluidos los votantes de EE. Sabían lo que pasaba y, en el mejor de los casos, les traía sin cuidado. Lo que pasaba, no debemos olvidarlo, era muy serio. Como nos advierte el autor, entre unos y otros, los asesinos consiguieron «que la cultura política de derechas no abertzales casi desapareciera de Euskadi. Tardó décadas en recuperarse y, cuando lo hizo, volvió a sufrir la persecución de los violentos. Lo cierto es que en ningún caso EE mostró preocupación alguna por la suerte de este sector». No es ocioso rememorar que simplemente se optó por exterminar a la derecha que no era nacionalista vasca sin que nadie levantara la voz, sin que los que leían el Manifiesto comunista se acordarán de la idea de libertad allí defendida.
Con el tiempo, cierto es, la complicidad y la comprensión con el terrorismo dieron lugar al activismo cívico contra ETA, la descalificación sin tregua de la naciente democracia dio paso al oportunismo institucional y, más tarde, a una lealtad constitucional. El leninismo derivó en socialdemocracia y republicanismo político, y el independentismo de la identidad en apuesta autonomista o federal. Si se quiere, podría hablarse hasta de evolución hegeliana, de superposición del curso histórico con el de la razón, habida cuenta la esencial incompatibilidad, que el autor destaca en distintos momentos, entre «las narrativas del nacionalismo radical y de la extrema izquierda». Eso sí, con un final nada hegeliano, pues está contándosenos la historia de unos perdedores, algo que, dicho sea de paso, está en el origen de la tesis, porque, según nos confiesa el autor, al igual que Tony Judt, «no me interesaban los ganadores, a los que nunca falta quien estudie. Siento debilidad por las causas perdidas y ésta, no cabe duda, lo era».
Quizás a alguno puede parecerle que Fernández Soldevilla se deja vencer por pasiones literarias, por lo general siempre propensas a regocijarse en las derrotas y que, en realidad, la sensatez que alentó aquel proceso ha acabado por imponerse, más allá de la suerte de sus protagonistas. Es posible, aunque tengo mis dudas a la vista del éxito del relato del conflicto. En todo caso, lo peor de todo es que el fracaso que nos cuenta no fue sólo el fracaso de un modesto grupo político, sino que, por decirlo con palabras de Gurutz Jáuregui, citadas por el autor: «[la desaparición de EE» constituyó, una vez más, el reflejo del fracaso de la construcción de la nación vasca como una sociedad moderna, plural, heterogénea y abierta al mundo». Como símbolo, «representa, en cierta medida, el fracaso del pueblo vasco en su intento de pasar del tribalismo a la modernidad, del parroquialismo a la universalidad».
En su primera parte, el libro ofrece una apretada historia del nacionalismo vasco, del real, no del reescrito retrospectivamente, desde Sabino Arana hasta, más o menos, la muerte de Franco, con el PNV y la ETA original como principales protagonistas. No hay mayores novedades, pero lo sabido, y muchas veces emborronado, está expuesto con buen orden, incluidas historias pantanosas, como el escaso compromiso del nacionalismo con una República que, en aquella hora, equivalía a escaso compromiso con la democracia, o el sustrato impúdicamente etnicista en el sentido más fuerte que pueda imaginarse de la ETA original. En la segunda parte, ya con mano y guión propio, el autor nos cuenta la aparición de los polimilis, la decisión de participar en las elecciones por parte de EIA, compatible con su descalificación de la Constitución y, un momento decisivo, la creación en 1979 de una HB que, al estrechar el terreno de las marcas políticas, precipitará los planes de algunos, muy señaladamente de Mario Onaindia, obligándoles a trazar la línea de demarcación con la violencia para enmarcar su propio territorio diferencial. Como es tradición en la izquierda, EE se «refundará» con notable frecuencia, primero en compañía de los comunistas vascos de Roberto Lertxundi y, algunos años más tarde, en la del PSE. Un recorrido político que se acompasaba con su evolución política, con su alejamiento del nacionalismo y de la violencia. Entretanto, con su propia andadura, y sus escisiones, porque al final en estos procesos siempre se quedan las depositarios de las esencias señalando con el dedo y, a veces, con la punta de la pistola, ETA-pm iniciará una reinserción que alcanzará a una parte importante de sus miembros y en la que no faltarán asesinatos entre «excamaradas», porque ETA militar, con la inexorable lógica del gángster, equiparaba los cambios de ideas a traiciones. Por decirlo con la clásica fórmula de Albert Hirschman, un alto precio de salida aseguraba la ausencia de voz, de críticas, la cohesión de la organización. Se asesinaba a Yoyes para advertir a los que podían pensárselo que mejor que no.
A partir de 1984, más o menos, EE deja de andar a vueltas con sus herencias y apuesta por constituirse en un partido normal, o todo lo normal que podía ser cuando la locura afectaba a tantas gentes. Son buenos años, según los patrones comunes del éxito político: se afina un programa, socialdemócrata convencional, y se alientan pactos menos convencionales, destacadamente el de Ajuria Enea, «por la paz y contra el terrorismo». Esos pasos, incluida la apuesta por la constitución, confirmaban que EE era ya un partido como cualquier otro, eso sí, en mitad de una torrentera tan vertiginosa que cada una de esos pasos, por su dramatismo, se parecía a los congresos de Gotha o de Bad Godesberg. Serán años de relativa presencia electoral, con idas y venidas, en competencia con el PSE y la compañía del PNV, que tendrán un final relativamente brusco en 1993 cuando se produce la fusión con los socialistas en medio de desgarros, abandonos y luchas de fracciones, que acabarán por cristalizar en la aparición de nuevos partidos de escaso aliento: una constante en la historia de EE.
Contada así la historia, podría parecer que los que se cayeron del guindo eran unas almas de cántaro, unos cuantos ingenuos que cierto día, redimidas sus penas, adquirieron un lirio y se dedicaron a pasearlo. Es lo que tienen los apretados resúmenes de historias con tantos matices y con saludables finales desde cualquier punto de vista de decencia moral. Desafortunadamente, la historia real es más retorcida, más humana. También esta otra historia se muestra en la investigación de Fernández Soldevilla. Los trapicheos organizativos, las reuniones trucadas, los enconamientos, el cálculo político que conduce a administrar verdades a medias, las vanidades y las malquerencias, en fin, los comunes casos de toda suerte humana, que diría Borges, también están presentes entre los protagonistas de esa historia. El autor nos lo cuenta, con la misma limpieza mental con que nos habla de corajes, decencias y apuestas vitales, de la vida de verdad. Sencillamente, Héroes, heterodoxos y traidores está lejos de ser una hagiografía.
No crean que no tiene su mérito. Porque el libro es la historia de un organización política, pero también es la historia de una cuantas personas muy especiales. Hay variantes, porque los caminos de Damasco son diversos, y los del Señor inescrutables, sobre todo cuando el trayecto lo rige la autonomía de juicio, la decisión de pensar a contracorriente y contra biografía, pero, en lo esencial, los protagonistas de aquella historia (Mario Onaindia, Juan Mari Bandrés, Teo Uriarte, Kepa Aulestia y unos pocos más) confirmarán con su complicada vida que pensar bien requiere, entre otras cosas, carácter. En no pocas ocasiones, las caídas del caballo, una vez superadas las secuelas del trastazo, acostumbran a concluir en beneficios personales: no es este el caso. Así de rara ha sido la vida política vasca. El hecho de que, desde el punto de vista de los fundamentos, la estación de llegada equivaliera a descubrir el mediterráneo, la incompatibilidad entre izquierda y el nacionalismo étnico de ETA y su ecosistema, y que, sin embargo, fueran tan pocos los que repararan en ello, es, además de una confirmación del coraje vital e intelectual de aquellos pocos, una muestra más de la patológica atmósfera, de ese aire enrarecido que ha convertido en héroes a criminales. Una atmósfera que está lejos de haberse disipado.
Uno de los traidores
Teo Uriarte es uno de esos Héroes, heterodoxos y traidores. Miembro de la dirección de la primera ETA, condenado a dos penas de muerte en el proceso de Burgos, protagonista de la disolución de los polimilis y de la transición de EE, activista de los movimientos cívicos contra el terrorismo y amenazado en serio por ETA, condensa sucesivamente en su vida la triple condición que da título al libro de Fernández Soldevilla. Alguien que ha sobrevivido con entereza y equilibrio psicológico a todo eso, e incluso, según se deja ver en las páginas de Tiempo de canallas, a la atenta lectura de las obras de Jesús Eguiguren, tiene cosas que contar y temple para hacerlo. Unas cuantas de ellas asoman en la obra que comentamos, un libro que, en realidad, son tres o, si se quiere, tres géneros en un solo libro: biografía, historia y análisis político.
En Tiempo de canallas hay biografía, que, por lo anticipado, es cualquier cosa menos anodina. Aunque no es el asunto central, como sucedía en Mirando atrás, su libro anterior, ayuda a hacernos una idea bastante precisa de las dificultades para levantar movimientos cívicos frente al terrorismo, en un mundo tan distorsionado como para que los que disponían del poder, salvo bien poquitas excepciones, se paseasen sin escolta mientras que los militantes de los partidos de la oposición vivían bajo amenaza de muerte. Solos y señalados. Sobre todo, cuando se enfrentaban a maquinarias de propaganda bien engrasadas con dineros públicos y entregadas a difundir aquí y, sobre todo allá, el relato del conflicto, ante la desidia de los gobiernos de España, una circunstancia que todavía pagamos: mientras en el mundo entero la Liga Norte es reconocida en su exacta naturaleza reaccionaria, nuestros nacionalistas, amasados con parejo barro ideológico, son acogidos por las gentes más diversas, incluidas muchas ilustradas, como si se tratara de Bolívar reencarnado. La perplejidad que produce ver a un Estado abúlico se alivia cuando se tiene en cuenta que durante todo este tiempo la simple crítica ideológica al nacionalismo era para muchos una ofensa y una provocación7. Por supuesto, el alivio epistémico es perfectamente compatible con la consternación moral.
La soledad de ese quehacer se muestra con deprimente elocuencia en las páginas que Uriarte dedica a contarnos cómo, con pocos más medios que los literatos de caña y cordel, se paseaba por la ONU o se entrevistaba con autoridades de Estados Unidos o Sudáfrica, absolutamente desinformadas acerca de lo que realmente sucedía, pero que se sentían en condiciones de dar lecciones de garantismo y de democracia. Y seguro que muchas han podido impartirse, aunque no estoy seguro de que existan tantos en condiciones de hacerlo. No conozco ningún país en la Europa democrática que se haya enfrentado a un terrorismo comparable al etarra, con casi un millar de asesinatos y decenas de miles de expulsados de sus casas, de refugiados políticos, sin acudir a estados de excepción, sin que el dolor y el odio de los asesinados se tradujera en una ETA del otro lado y en el que acabaran ante los tribunales y en la cárcel un ministro y varios altos cargos del ministerio del Interior por su participación en la guerra sucia. Seguramente podían haberse hecho muchas más cosas para honrar la libertad y la democracia, pero, ciertamente, si había que buscar ejemplo no era en los países en que se que recibía con admoniciones a Uriarte. Ni Alemania, ni el Reino Unido, ni Estados Unidos, ni Francia, ni Italia, por tirar del repertorio clásico, cuando se han enfrentado a retos infinitamente menos brutales, lo han hecho mejor. Para ser más precisos, lo han hecho bastante peor.
Carlos Barral
También hay en Tiempo de canallas historia, sobre todo historia reciente, de las negociaciones de los distintos gobiernos, desde las de Argelia, en los días de Felipe González, hasta las de 2006 y 2007, cuando Zapatero rompe el Pacto por las Libertades y parece sentirse obligado a recrear la imagen de sus interlocutores, no se sabe si para allanar el camino a la negociación, creerse sus propias apuestas, hacer digerible a los ciudadanos la negociación o porque pensaba que los asesinos, al modo del general della Rovere en la película de Rossellini, acabarían por aceptar el cuadro que el gobierno proyectaba de ellos. Creerse cualquiera de esas posibilidades era una demostración de ingenuidad, dar por buenas todas, conjuntamente, una superlativa irresponsabilidad y, sobre todo, un peligro: cada vez que se «apreciaban esfuerzos» en los «hombres de paz» estaban dándose cartas de legitimidad a ETA y su mundo político y, sobre todo, al relato del conflicto. A fuerza de agradecer gestos y de apreciar mérito en cumplir la ley se acabó por blanquear los sepulcros de los protagonistas del terror y por sembrar el terreno para que su «normalización» política se acercara antes a la del soldado homenajeado por su pueblo al terminar la guerra que a la del sembrador de miedo y odio que aspira a pasar inadvertido e intenta borrar su pasado. Ahí andamos ahora: una derrota policial de ETA que no es la derrota de sus ideas; aunque tampoco su victoria, conviene añadir. Un mal empate que no es ajeno a la secuencia de acontecimientos que describe el autor, a cómo han ido las cosas y a lo mal que se han hecho. Aunque hoy ya no podemos ignorar que hechas están y que no cabe desandar la historia. Eso sí, reconocer esa circunstancia es algo bien distinto de entregarse a fantaseos hegelianos, que bien, bien, las cosas no están.
Y por esta senda llegamos al tercer plano, vertebrado por una hipótesis realmente fuerte: «El primer instrumento de legitimación de ETA ha sido el Estado español». Una circunstancia que, según el autor, tiene como primer responsable a Franco. Con una notable compañía: Estados Unidos. Y es que el dictador, con la ayuda del departamento de Estado, en un éxito comparable al que más tarde tendría con Al Qaeda, en aras de justificar sus propios empeños, comenzado por la propia supervivencia, se inventó una ETA con los talentos organizativos del Mossad y la vertebración ideológica del Partido Bolchevique. La realidad era menos pinturera. Uriarte nos recuerda, y hay pocas voces más autorizadas que la suya: allí no había nadie o casi nadie, apenas cuatro jóvenes saturados de malas lecturas que acabaron creyéndose las noveleras páginas que la prensa del régimen les dedicaba. Ellos y, con ellos, muchos otros. A partir de entonces procuraron estar a la altura de la ficción. Otros generales della Rovere.
El libro, casi resulta ocioso decirlo, no se entiende sin el autor. No tanto por un protagonismo, porque asome un yoismo inconcebible en Uriarte, sino porque dispone de una suerte de privilegio epistémico: el de quien ha estado en el lugar de los actores, a un lado y otro de la línea fronteriza, de la barbarie y de la civilización. Uriarte, explícitamente, se resiste a aceptar esa condición, pero lo cierto es que resulta imposible que los demás no se la otorguemos. Esa ubicación en el centro de la trama, cuando se tiene la cabeza fría y el carácter suficiente, no es mala cosa; antes al contrario, ayuda a educar la conveniente paciencia, a no dejarse enredar por los titulares de última hora y por «procesos» que empiezan cada dos por tres y a educar la conveniente paciencia. A viajar con las luces largas, que se dice ahora. También es cierto que, como casi siempre, esa disposición a mantenerse atado al mástil tiene sus riesgos. Uno de ellos, lo conoce y asume el autor: la incomodidad del personaje, confirmada en la peripecia del libro, rechazado por la editorial catalana que lo había encargado porque podía «molestar», según nos cuenta el prologuista, Jorge Martínez Reverte. Otro resulta más difícil de prevenir: el empecinamiento en señalar sólo los fallos de los nuestros, de todos los nuestros. Y es que las merecidas críticas a los socialistas requerirían, siquiera como contraste, alguna valoración matizada del PP en su trato con los nacionalismos. En particular, se agradecería un análisis de las idas y venidas de Aznar, no siempre a la altura del personaje retrospectivamente construido. Otro general della Rovere.
Otra historia
Antonio Robles se cayó muy pronto del guindo. Nos lo cuenta en los primeros capítulos de su libro. En 1979 llega a Barcelona, como muchos otros jóvenes de izquierda, en busca de un lugar donde estudiar, dar curso a su vocación periodística y, sobre todo, de un mito: la ciudad cosmopolita y progresista que fascinaba a tantos españoles. La fascinación duró poco. No tardó en descubrir, primero en el periodismo y, después de cursar filosofía, en la enseñanza, que, mientras los catalanes seguían con sus vidas, se ponía en marcha un proyecto nacionalista decidido a tutelarlas en sus menores detalles. Y reaccionó: él y unos cuantos más, muy pocos. La historia de la resistencia al nacionalismo en Cataluña es el turbador relato de esa reacción. A veces, muchas, parece una biografía de Robles y sus amigos, pero es que durante mucho tiempo estuvieron muy solos.
Esta historia es mucho menos conocida que la que nos cuentan Uriarte o Fernández Soldevilla. Sí, algunas cosas se conocen: el manifiesto de los dos mil trescientos; el atentado contra Jiménez Losantos; el Foro Babel; la aparición de Ciudadanos. Y poco más. Pues bien, si nos dejamos llevar por la ilusión de la precisión, les diría que todo eso apenas ocupa un 5% del relato de Robles. Desde luego, yo, que llevo algunos años en estos negocios, apenas sabía de la misa la media. Ni de la de la resistencia ni, sobre todo, de la impresionante ingeniería social del nacionalismo, una paciente obra calculada en cada uno de sus movimientos y sin descuidar terreno alguno. Queda por abordar cómo fue posible que no nos enteráramos. Quizá, simplemente, lo que pasó es que nos sentíamos cómodos en el guindo antifranquista y no queríamos enterarnos, porque, ciertamente, los indicios no faltaban. Así, por ejemplo, en 1992 una crónica de El País recogía un «borrador del programa ideológico de Convergència Democràtica (CDC) para la próxima década, [que debía servir] de base para las elecciones autonómicas». El texto, seguía el cronista, «equipara Cataluña a los Países Catalanes –entendiendo estos como el área de influencia de las comunidades catalana, valenciana y parte de sureste francés– y sostiene que Cataluña es una “nación europea emergent”, una “nación discriminada que no puede desarrollar libremente su potencial cultural y económico” […]. La obsesión por inculcar el sentimiento nacionalista en la sociedad catalana, propiciando un férreo control en casi todos sus ámbitos –el documento propugna la infiltración de elementos nacionalistas en puestos clave de los medios de comunicación y de los sistemas financiero y educativo–, y las referencias a un ámbito geográfico –los Países Catalanes– que sobrepasa los límites del Principado, son algunos ejes del que viene a ser el Programa 2000 de los nacionalistas catalanes». No está de más recordar que, años más tarde, el periodista que firmaba esta crónica, desde la dirección de La Vanguardia, echaría algo más que una mano a la operación, entre ellas la memorable participación de su periódico en un editorial conjunto con otros periódicos catalanes –también subvencionados– en el que se retaba al Tribunal Constitucional antes de su sentencia sobre el estatuto de Cataluña.
Robles documenta la operación al detalle en las casi setecientas páginas de su libro. En un tono de crónica periodística, y a veces de relato de intriga, a trechos en primera persona, porque casi siempre «estaba allí» cuando sucedieron las cosas, nos muestra lo lejos que ha llegado el nacionalismo en la siembra de las peores emociones. Una verdadera orfebrería del odio8. Se compraron unas voluntades y se doblegó a muchas otras, sin faltar amenazas, cartas a casa, campañas en los colegios y agresiones. Sucedió, principalmente, en la enseñanza. Las páginas dedicadas a mostrar las mil trapacerías, incluida la manipulación de instancias presentadas para optar a concursos forzosos de traslados, estremecen. A miles de profesores de institutos se les hizo la vida imposible, hasta que acabaron por marcharse de Cataluña, sin que los medios de comunicación se dieran apenas por enterados, a pesar de los esfuerzos de unos pocos que, organizados con maneras de tiempos de clandestinidad, iban de acá para allá contando lo que sucedía. Cuesta creerlo, pero fue así. La perplejidad y el estupor lo expresó como nadie la hispanista, ensayista y pedagoga sueca Inger Enkvist, en la presentación en Barcelona del libro de Robles: «¿Esto sucedió en un país moderno de Europa y a la vista de todos? Es inaudito. ¿Y con la complicidad de muchos? Es trágico».
Un patético Carlos Barral mentía al describirse a sí mismo como «irreductiblemente nacionalista»
Entre las complicidades, en primer lugar, la de los intelectuales. Nada que deba asombrarnos. No ya por su natural disposición cortesana, porque, a qué engañarse, no cabe esperar mucho del gremio, sino porque ellos también estaban en el punto de mira. Basta con repasar una memorable encuesta entre escritores de 1977 realizada por la revista Taula de Canvi, en la órbita de la izquierda, dedicada al hecho de Escribir en castellano en Cataluña. El tono lo daba uno de los encuestados, Manuel de Pedrolo: «Querer pasar por escritor catalán mientras se escribe en castellano equivale a aceptar los planteamientos franquistas». Con todo, lo peor no eran los escritores nacionalistas, sino los otros, que, simplemente, se disculpaban por existir. Un patético Carlos Barral mentía al describirse a sí mismo como «irreductiblemente nacionalista». Y no era el único. Con decir que, visto el promedio, hasta podía apreciarse heroísmo en Pere Gimferrer, cuando reivindicaba a los escritores en español, siempre que «hagan suyas las reivindicaciones catalanas». Ese era el nivel.
Eso sí, la naturaleza de la encuesta apuntaba al meollo del nacionalismo catalán: la pertenencia a la comunidad política gravitando en torno a la identidad, una identidad que se vinculaba a la lengua. No lo ocultó el nacionalismo y, muy tempranamente, lo percibió el autor del libro. En 1977, el dirigente de Convergéncia, Ramón Trias Fargas, lo expresaba con rotunda claridad: «La esencia de Cataluña, el espíritu de Cataluña, la sangre de Cataluña, es su idioma». Esa doctrina, que excluía de Cataluña a más de la mitad de los catalanes, los más pobres, por cierto, la suscribía en esas mismas fechas la izquierda, como lo mostraba la ponencia, redactada por Francesc Valverdú, sobre política lingüística del PSUC, los comunistas catalanes: «La lengua catalana no es únicamente un medio de expresión, sino un medio concreto en el que se articula, a nivel comunicativo, la vida colectiva. A través de la lengua se establece la identidad nacional, se expresa la pertenencia a una cultura diferenciada, se participa de unos sentimientos que concuerdan con los otros». Ahí está la entera la izquierda que llegaría al poder con el tripartito: las tesis más reaccionarias, la fundamentación romántica, herderiana, de la comunidad política; la peor ciencia, la versión más extrema de la insostenible hipótesis de Sapir-Whorf. Por no mencionar la ortopedia de la prosa.
Había que construir la nación para lo que vendría más tarde, en lo que estamos. Todo estaba allí desde el principio y cuando ahora se sostiene que el proyecto secesionista es una reacción a la incomprensión o al desafecto, a que el desprecio de España a sus reclamaciones es lo que les ha abocado al separatismo, lo único que se confirma es el superlativo cinismo de un nacionalismo que no ignora que el autogobierno de Cataluña supera con creces sus demandas históricas, que jamás soñaron con –ni reclamaron– un grado de autonomía como el presente, superior en tantas cosas no ya al Estatuto de la República, sino al mismísimo Estatuto de Nuria. Pero da lo mismo, porque, sencillamente, no puede contentarse a quien no quiere ser contentado, a quien vive de la tensión que alimenta. Al revés, como recordó magníficamente en su reciente conferencia en Barcelona Stéphane Dion, el político canadiense autor de La política de la claridad, la estrategia del contentamiento es una estrategia imposible. Pero que se haya impuesto ese relato, hasta el punto de que hasta aquellos a quienes se ha descrito de las peores maneras (como colonos, ladrones, genocidas, fuerzas de ocupación y demás) lleguen a asumir que deben hacer algo para contentar a los que nunca se darán por contentos, constituye, sobre todo, la mejor prueba de la eficacia de la operación nacionalista, del triunfo del relato del conflicto.
A algún lector puede parecerle que Robles exagera, comenzando por el propio título del libro, y hasta que se entrega a teorías conspirativas, cuando no a paranoias. A mí mismo, muchas cosas de las que leía me resultaban increíbles. Pero es que a veces a los paranoicos los persiguen y, por supuesto, las conspiraciones existen y, cuando tienen éxito, dejan pocas huellas. En todo caso, nada de ello sucede en la historia que se nos cuenta. Todo está precisamente fechado y documentado, incluso con fotocopias reproducidas en el texto. Y lo está no porque unos investigadores becados las recogieran en bibliotecas o centros de estudios, sino porque unos cuantos, cuyos nombres muy pocos conocen –entre otras razones, porque nadie quiso conocerlos–, dedicaron una parte de sus vidas a preservar las pruebas de la infamia.
Entre las infamias no es la menor que los protagonistas de esta historia, en su mayoría gentes de la izquierda con un lucido currículo antifranquista, hayan sido descritos como franquistas: formaba parte del guión. El nacionalismo se ha servido de un omnipresente espantajo franquista para descalificar a cualquiera que se opusiera a ellos. Lo peor es que muchos otros, comenzando por los gobiernos, compraban esa retórica y se inhibían cuando los nacionalistas, sin pudor, proclamaban que ni leyes ni sentencias iban contra ellos, que, por encima de la legalidad, existía una imprecisa legitimidad que no tenía otro sostén que sus propias declaraciones: la legitimidad de unos pueblos oprimidos que, «pacífica y democráticamente», se resistían a las imposiciones de Estado. Que la retórica victimista, la política de exclusión, ostracismo y hasta persecución, el desprecio a la ley, la circulación de las más reaccionarias ideas sobre las comunidades políticas, pudieran levantarse ante la inhibición de todos los partidos nacionales y, lo que es peor, con el silencio de la izquierda y los sindicatos, cuando no con su complicidad, es algo que debe ser explicado. Pero no sólo por los investigadores; es que alguien debe explicaciones.
A veces el libro parece desabrido, no tanto en la prosa, como en la descripción de personajes y situaciones. Más de una vez asoma lo que algunos calificarían como resentimiento y otros, más clásicos o caritativos, como instinto de clase. Asoma no sólo en el trato con los nacionalistas que, por lo demás, han dado sobradas muestras de despreciar a esos supuestos invasores, los «inmigrantes», «ese ejército de ocupación», en clásica expresión de Jordi Pujol, sino también cuando nos habla de «los hijos progres de las masías», «las gentes guapas», los pijos, que no estuvieron a la altura. No diré que me entusiasme la perspectiva, pero tampoco ignoro que, en ocasiones, esas sesgos ayudan a afinar la perspectiva moral, y hasta la analítica, y que, en su distorsión, la caricatura permite resaltar unos trazos que, a la postre, resultan los más relevantes. No faltan ejemplos de ello. Mi favorito en estos negociados es un pasaje de Últimas tardes con Teresa, una de la mejores novelas españolas del siglo pasado, que, en muchas de sus páginas, se ocupa de mundos no muy diferentes de los que describe Robles y que no resultaría exagerado calificar como profética. En esa novela, Juan Marsé, en 1966 –repito, 1966– escribía a cuenta de los universitarios barceloneses:
Alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar. De cualquier modo, salvando el noble impulso que engendró los hechos, lo ocurrido, esa confusión entre apariencia y realidad, nada tiene de extraño. ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?
Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.
El juego de niños, como suele suceder, se alimentó de ficciones en las que muchos crecieron y que todavía no han abandonado. Tristemente, a ese guindo arrastraron a varias generaciones de españoles. Y todavía están en él.
Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Sus últimos libros son Proceso abierto: el socialismo después del socialismo (Barcelona, Tusquets, 2005), Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo (Buenos Aires/Madrid, Katz, 2008), La trama estéril: izquierda y nacionalismo (Mataró, Montesinos, 2011) e Idiotas o ciudadanos: el 15-M y la teoría de la democracia (Barcelona, Montesinos, 2013). Su próximo libro, El compromiso del creador. Ética de la estética, será publicado por Galaxia Gutenberg.