Pablo Pombo-El Confidencial
- Cuesta tanto que hay que mirar hacia fuera para quedarse con esa sonrisa insatisfecha que suelen dejarnos las paradojas
La contestación social ha desaparecido en nuestro país. Y no es porque las cosas hayan ido mejor. Todos los indicadores de esta década perdida apuntan a deterioro, más todavía en la generación que hace una década se movilizó. Hiere ver que la situación es hoy objetivamente peor que entonces. Y duele comprobar cómo el descontento ha ido cambiando de piel. Los indignados han ido convirtiéndose en resignados. Nuestra izquierda lleva diez años fracasando y cuesta encontrar motivos para el optimismo.
Cuesta tanto que hay que mirar hacia fuera para quedarse con esa sonrisa insatisfecha que suelen dejarnos las paradojas. El cambio de paradigma progresista lo está ejecutando un señor que no puede ser más ‘establishment’ y bastante talludito. ¿Tsipras? No, Biden.
A lo largo de este tiempo, sí que ha venido surgiendo en Europa una alternativa de progreso ajena a las viejas familias de comunistas y socialdemócratas, han cambiado las cosas. Pero en España no se ha movido nada porque la vocación transformativa ha sido sustituida por el afán de regresión.
El progreso se paralizó porque los partidos progresistas dejaron de entender el presente y renunciaron a hacerse cargo del porvenir. Este futuro nuestro que les da vértigo. Vértigo porque exige salirse de las bobas y simbólicas competiciones por dirimir quién es más de izquierdas. Vértigo porque exige empezar a preguntarse qué demonios significa ser de izquierdas en este tiempo histórico tan revolucionado.
Y como hay vértigo, hay un movimiento casi instintivo. Un paso atrás hacia la tierra firme, hacia el pasado. Un pasado construido, de fantasía, que otorga a los líderes políticos la oportunidad de desatender la realidad.
Sucede, sin embargo, que otros llevan mucho más tiempo desenvolviéndose en el terreno de lo virtual. Manejan mejor ese relato emocional y además son más modernos para difundirlo. El choque. La identidad. El día en que Sánchez e Iglesias compraron la mercancía del nacionalismo, entregaron la llave del tesoro a Bildu y a ERC que son, es obvio, los dos grandes triunfadores de esta década.
¿Qué ha hecho la izquierda en este tiempo, desde el gobierno o desde la oposición, además de ‘posturear’, manosear nuestro pasado, rendirse al nacionalismo y contribuir al desprestigio de la democracia representativa? La pregunta se parece a la célebre chanza en ‘La vida de Brian’. La diferencia está en que esta vez no tiene gracia.
No hay español que pueda hacer una lista con tres transformaciones sustanciales o tres reformas estructurales impulsadas desde las fuerzas políticas de progreso. Nada que llevarse a la boca en el sistema político o en el económico. Nada en la ordenación territorial o la administración pública. Nada en el sistema de protección social. Y nada de nada respecto a las principales demandas del 15M.
Hay cosas más agradables que dejar por escrito que las fuerzas progresistas de nuestro país han hecho de la última década un ejercicio masivo de esterilidad. Pero es la pura verdad.
Puede haber quien piense que la vieja izquierda no ha terminado de marcharse y que la nueva no ha terminado de llegar. La cuestión está en que esa marcha –o la posibilidad de reciclaje de las fuerzas actuales– se enfrenta a un problema: los partidos progresistas han perdido el potencial de transformación política y han ganado en eficacia para perpetuarse en el poder. Lo primero tiene que ver con el ocaso interno de la democracia deliberativa y lo segundo con el auge de la democracia plebiscitaria.
La instalación del cesarismo en el PSOE y en Podemos tendría que abrir una reflexión profunda sobre la idoneidad de las primarias. Es obvio que no son más democráticas y que no amplían el arraigo social, como lo es también que son un acceso directo para la creación de redes clientelares. Sánchez, como Iglesias, ha convertido a su organización en una trituradora de capital humano que rechaza al capaz y premia al incapaz siempre bajo la promesa de sumisión y la amenaza de un violento capricho arbitrario.
La lógica del terror es un espanto en sí misma y también es un error porque la inyección de más y más queratina a las formaciones políticas termina provocando una sobredosis que las separa de la realidad. Es lo que hemos visto en las recientes elecciones madrileñas: lo sorprendente no es el resultado sino la propia sorpresa de los dirigentes progresistas tras haber confundido su vida con la de los demás.
La izquierda está perdiendo todas las batallas porque se siente cómoda en una superioridad moral extemporánea
Lo increíble es que parezcan no haber visto que el ‘antisanchismo’ ha pasado el punto de no retorno porque la sentencia social está dictada. Ya desmoviliza a los propios además de agrupar a los contrarios. La sentencia social está dictada. Las deseadas vacunas y la ansiada recuperación no van a ser admitidas como recurso.
Diez años después del 15M la izquierda española es más estéril tanto en el pensamiento como en la gestión, más inválida como herramienta política y mucho más débil en el terreno de lo cultural.
El 68 francés fracasó políticamente, pero triunfó culturalmente. Aquí, lo más parecido que hemos tenido a aquello, nos deja sin lo uno y sin lo otro. Nuestras izquierdas están perdiendo todas las batallas y ni siquiera se dan cuenta porque se sienten cómodas en una superioridad moral extemporánea que fácilmente podría confundirse con el onanismo.
Algo no se ha hecho bien cuando la tolerancia, que prácticamente era un valor congénito, ha sido suplantada por el sectarismo. La capacidad de sumar por la pulsión divisiva. La sensibilidad necesaria para saber escuchar por un lenguaje que no busca más que sentenciar y denigrar. Incluso la alegría ha cambiado de bando.
Todo eso y mucho más ha terminado haciendo posible lo que era inimaginable para cualquier progresista de los de antes. Esto de ver al partido heredero del franquismo, a las siglas de Fraga, Aznar y Rajoy con la palabra “Libertad” en un cartel electoral y encima arrasando. La imagen sintetiza bien lo que ha pasado en la izquierda durante estos últimos diez años. ‘Cosas veredes, amigo Sancho’.