IGNACIO CAMACHO-ABC
CALIENTE Y FRÍO
SI la oposición recogiera tres millones de firmas a favor de la subida de pensiones y el Gobierno las ignorase, arderían las calles. Sin embargo, en virtud del habitual doble rasero de la izquierda, el clamor popular carece de relevancia cuando respalda la prisión permanente revisable. Los intérpretes de la voz de «la gente» se arrogan a su conveniencia el liderazgo prescriptivo y la superioridad moral de decidir lo que es y lo que no es idóneo o importante, que en resumidas cuentas se reduce a aquello que coincide con sus principios doctrinales. Incluso en las ocasiones, como la presente, en que tales criterios van a contramano de la opinión de muchos de sus propios votantes.
La PPR tiene un debate político y otro penal, que es el que no se ha producido. Se puede y se debe deliberar sobre la necesidad de una pena con fuerte carácter punitivo. Se pueden y se deben discutir, y llegado el caso enmendar, sus plazos de revisión de condena, sus mecanismos de cumplimiento penitenciario y otros matices jurídicos. Se puede y se debe esperar a que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre el necesario equilibrio entre la reinserción y el castigo. Pero esa discusión apenas ha rebasado el ámbito académico porque el de la política, que es la que decide, está contaminado por el ruido. Y porque los partidos opositores han priorizado su interés por infligir una derrota revocatoria al marianismo. Ése era el verdadero objetivo, demostrar al PP que su mayoría había caducado, antes de que los crímenes de Diana Quer y del niño Gabriel sacudiesen la conciencia social, provocasen una enorme sacudida emotiva y convirtieran la derogación en un boomerang capaz de rebotar contra los que la habían promovido.
Ahora la izquierda se siente incómoda porque ha cambiado el ambiente, el contexto. Al fondo de la cuestión hay un problema de empatía con las víctimas, que ha vuelto a retratar a Podemos. Iglesias no se atrevió a recibir al padre de Diana; es obvio que la atmósfera de hipersensibilidad social lo ha puesto en un aprieto. La consigna contra la «legislación en caliente» se les ha revuelto. El Gobierno ha manejado la agenda parlamentaria, por casualidad o con inteligencia, a favor de corriente y algunos darían cualquier cosa porque utilizase su denostado derecho de veto. Los socialistas se han tenido que retratar en el peor momento, en medio de un clima emocional soliviantado, y Ciudadanos ha rectificado su ambigüedad a tiempo. A los populares incluso les viene bien perder la votación porque nada cohesiona más a las bases electorales que el estado de cabreo.
Al final, no se trata de legislar en caliente ni en frío. Se trata de si una sociedad está dispuesta o no a defenderse de una cierta sensación de impunidad que ampara a algunos abominables asesinos. La temperatura de la opinión pública, en una época tan volátil, es siempre un arma de doble filo.