JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Si la socialdemocracia quiere recuperar el inmenso terreno perdido en el continente, debería aprender la lección portuguesa: la moderación es la base del triunfo, y el reformismo es una manera de hacer la revolución
Dos de los cuatro jinetes del Apocalipsis, la Muerte (o la Peste) y la Guerra, cabalgan por el Viejo Continente. A este paso no tardará en galopar también el Hambre, si se cumple la amenaza de una crisis alimentaria. Todo ello promueve la demanda popular de que aparezcan el corcel blanco y su jinete, símbolos de la victoria del bien sobre el mal. Es el papel que algunos pretenden atribuir a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El mundo de la globalización y del multilateralismo converge de nuevo hacia una batalla entre malos y buenos. Estos últimos son siempre los nuestros, por supuesto, cualquiera que sea el lado de la línea en que nos encontremos.
A los devotos de la memoria colectiva habrá que recordarles que peste y guerra han sido siempre grandes motores de la historia de los pueblos. En su ensayo La genealogía de la moral, Nietzsche supone que, en las guerras de Tebas, el pasar por la espada a los vencidos, o violar y vender a sus mujeres y niños, respondía a los derechos de guerra, cuyo ejercicio saciaba la “seria necesidad de los griegos de liberar por completo su odio”. Y William Hazzlit, un agitador protosocialista de principios del XIX, estimaba que “sin nada que odiar perderíamos el auténtico resorte del pensamiento y la acción”. Extraigo estas reflexiones de un memorable artículo del historiador T. J. Clark publicado hace años en la New Left Review dedicado “a una izquierda sin futuro”. Ya entonces eran perceptibles el pasmo y la desorientación del socialismo europeo ante la crisis financiera mundial, preludio de los mayores problemas que hoy padecemos. El texto de Clark es esencialmente barroco en sus consideraciones, pero incita al reconocimiento intelectual de que la violencia ha sido y es parte ineludible de la historia de la humanidad; por otro lado, la utopía propagada por la revolución habría llevado a la izquierda a no mirar cara a cara al presente a base de prometer un mejor futuro que nunca llega. Se puede estar o no de acuerdo con la tesis, pero desde luego abre un debate bastante desagradable a los ojos de los sedicentes progresistas que se comportan en sus ministerios como delegados de organizaciones benéficas o no gubernamentales, ignorantes de que el ejercicio del poder comporta siempre inevitables corrupciones morales.
En lo que va de siglo, entre el buenismo progre, la exaltación de la utopía, la profusión identitaria y la corrupción instrumental, el socialismo europeo padece una crisis que en algunos países es ya un cáncer terminal. Ha dejado de ser una opción para muchos de sus tradicionales votantes. En Italia murió hace décadas, en Grecia fue víctima de la debacle financiera y en Francia acaba de cosechar menos del 2% de los sufragios. La izquierda en general ha sido además la gran perdedora en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. En otros lares de ilustre tradición socialdemócrata como los nórdicos, esta sobrevive solo a base de alianzas multicolores, donde el verde es dominante. En Alemania, coaligado también con los liberales, el SPD se encuentra ante la difícil tarea de mantener el liderazgo de una Europa en paz que no se abisme en la repetición de la Guerra Fría. Solo Portugal y España parecen ser bastiones de la resistencia socialista, con una diferencia sustancial. En Lisboa el partido ha llevado a cabo políticas de moderación que le han valido a António Costa la renovación en el puesto de primer ministro con mayoría absoluta. El español es en realidad, por su parte, un Gobierno de Unidad Popular, que incorpora a la extrema izquierda y los restos del partido comunista y se sostiene gracias al apoyo de otros extremismos identitarios e ideológicos. Todos están convencidos, como ellos mismos dicen, de que están en el lado bueno de la historia, ignorantes de que tal cosa o no existe o solo es una opinión variable en función de la perspectiva. Un mapa político del continente, ilustrado por el centro catalán de investigación Cidob, resalta el color rojo de nuestro país, único de todos gobernado como está por la izquierda. 17 de los 27 países de la Unión tienen gobiernos conservadores de centro, centroderecha o derecha extrema; seis de centroizquierda, presididos por socialdemócratas; dos grandes coaliciones de tendencia más bien derechista y un Gobierno de concentración nacional en Italia, el currículo de cuyo primer ministro es haber sido alto directivo europeo del banco de inversiones Goldman Sachs. Si la socialdemocracia quiere recuperar el inmenso terreno perdido en el continente debería aprender la lección portuguesa, que parece inspirada por el análisis de T. J. Clark y que se resume fácilmente: la moderación es la base del triunfo, y el reformismo es una manera de hacer la revolución. Naturalmente, esta visión resulta desesperante para los héroes, los santos y los patriotas de profesión, pero es el único camino para que podamos recuperar un modelo social inspirado en la Ilustración.
La peste y la guerra han llevado a los gobiernos, también a los democráticos, a adoptar prácticas autoritarias aduciendo razones de eficiencia. Eso, junto a los problemas económicos, el crecimiento de la violencia y el horror de la destrucción, ha desembocado en un malestar social que hace difícil predecir cómo se saldará institucionalmente el futuro. Existe en Europa una tendencia general hacia posiciones conservadoras y hasta ultraderechistas. En nuestro país esa corriente crece debido a la polarización entre los dos grandes partidos tradicionales y su pérdida de representación. También por la insatisfacción general tras los padecimientos a los que se ve sometida la población: pérdida de poder adquisitivo, quiebras de empresas, deterioro del Estado de bienestar, y un aluvión de promesas oficiales incumplidas. Todo indica que vienen todavía tiempos más duros. Pedro Sánchez tiene, no obstante, la posibilidad política y la obligación moral de reconducir las prácticas clientelistas y erráticas de su partido hacia posiciones respetuosas con el debate democrático. Eso le obligaría a escuchar a los intelectuales, aislar a los extremos y consensuar las considerables reformas que necesitamos. Esta es por el momento la única forma posible de hacer la revolución, cualquier cosa que eso signifique en nuestro actual entorno. En definitiva, la única manera de que la izquierda tenga un futuro frente al avance de la reacción.