Hay un motivo por el que el estudio de la psicología económica está bastante más avanzado que el de la psicología política y es el de que la primera ha sido desarrollada por empresarios del sector privado y la segunda, por politólogos de la universidad pública. Es decir, por inversores cuyo incentivo es la productividad, en el primer caso, y por agentes extractivos parasitarios del presupuesto público y sin mayor preocupación que la complacencia de la Administración y de sus pares académicos, en el segundo.
A falta de estudios politológicos rigurosos que aclaren por qué los políticos actúan como actúan y los votantes votan como votan (para leer algo inteligente en este terreno hay que acudir a psicólogos como Jonathan Haidt y Steven Pinker), no queda otro remedio que echar mano del estudio de la psicología de las inversiones para explicar por qué la izquierda española ha perdido la cabeza.
Partamos de la base de que no existe motivo alguno para creer que los votantes se comportan de forma diferente en el terreno político que en el económico. De hecho, es lógico suponer que los sesgos actuarán incluso con mayor fuerza en la política, dado que ahí especulamos con bienes ajenos («que le suban los impuestos a los ricos»). En la economía doméstica especulamos con los nuestros, y eso siempre es un freno para el aventurerismo.
En sus decisiones económicas, los humanos, al contrario de lo que afirmaba la teoría económica clásica, muestran una racionalidad limitada, desconocen sus propias preferencias, se conforman con opciones «lo suficientemente buenas» en detrimento de las óptimas y se dejan influir por el entorno social, las emociones y la intuición más que por un cálculo perfecto de costes, ganancias y pérdidas.
En el terreno político, la izquierda española ha mostrado durante estos últimos cuatro años la mayor parte de los sesgos psicológicos de los que advierten los manuales de economía conductual. Por ceñirme a uno en concreto, la Guía de Psicología Económica para Inversores de la Comisión Nacional del Mercado de Valores:
1. El exceso de confianza. La tendencia a sobreestimar los conocimientos que se tienen del entorno: «¿Pero cómo va a estar en riesgo la democracia y el Estado de derecho si estamos dentro de la UE y nos gobierna la izquierda? Eso sólo ocurre en Hungría y Polonia, con la derecha».
2. Ilusión de control. La sobreestimación del control que se ejerce sobre hechos sobre los que en realidad no se tiene ningún control: «Pedro Sánchez está jugando con ERC. En realidad, los está domesticando. Nunca jamás volverán a hacer lo que hicieron en 2017 porque les hemos dado todo lo que piden y porque la Constitución no lo permite».
3. Sesgo de confirmación. La tendencia a interpretar la información recibida en el sentido que mejor confirme nuestros prejuicios: «Puede que Pedro Sánchez haya mentido en el pasado, pero lo hizo porque la deslealtad del PP le obligó a ello, y si ahora dice que no habrá referéndum de independencia en Cataluña es que no lo habrá».
4. Anclaje. La predisposición a darle más peso a la información recibida en primer lugar que a informaciones posteriores que contradicen los datos originales. «¿Cómo va Pedro Sánchez a rebajarle las penas a los corruptos si él llegó a la presidencia enarbolando la bandera de la lucha contra la corrupción? ¡Eso es impensable en alguien de izquierdas!».
5. Autoridad. La tendencia a sobreestimar las opiniones de una determinada figura de autoridad, sin someterlas a juicio previo. «Sigo llevando mascarilla en el transporte público por la misma razón por la que acepté que me encerraran en mi casa en 2020: porque lo dice el comité de expertos que asesora a Pedro Sánchez».
6. Efecto halo. La predisposición a enjuiciar las decisiones o a las personas valorando sólo un único dato positivo que hace sombra a todos los negativos. «Rebajar las penas por corrupción rebajará la tensión en Cataluña. ¿Qué otra opción hay?».
7. Prueba social. La tendencia a actuar siguiendo a la mayoría social cuando se desconoce todo sobre el asunto en cuestión. «Isabel Díaz Ayuso ha destrozado la Sanidad madrileña».
8. Descuento hiperbólico. La predisposición a preferir recompensas pequeñas, pero inmediatas, en detrimento de ganancias mucho mayores a largo plazo, aunque menos visibles. «¿Cómo voy a votar a la derecha para que ponga en orden la economía si el presidente me está dando ya una ayuda para familias en riesgo de exclusión?».
9. Aversión a las pérdidas. El motivo de que los casinos siempre ganen. Dado que el dolor causado por una pérdida es mucho mayor que la alegría generada por una ganancia, los humanos tendemos a intentar evitar ese dolor insistiendo en inversiones que han demostrado ser ruinosas hasta perder todo lo invertido. «Puede que Pedro Sánchez esté haciendo cosas terribles, pero si la alternativa es votar a la derecha, seguiré votando al PSOE».
¿Son estos comportamientos habituales también en la derecha? Niego la mayor. La derecha de nuestro país, que vive inmersa en un ecosistema sociológicamente socialista, es mucho más consciente de la pluralidad ideológica de la sociedad española puesto que convive a diario con ella: está en los medios de comunicación, en la cultura, en la universidad, en la publicidad, en el sistema educativo, en los sindicatos.
Pero para alguien de izquierdas es perfectamente posible vivir inmerso en una burbuja política, mediática y cultural ‘progresista’ sin que le lleguen apenas los ecos de la existencia de ‘otra’ sociedad paralela en el seno de su propio país. Y cuando le llegan esos ecos, es en forma de caricaturización: la ultraderecha autoritaria, la derecha corrupta, los neoliberales deshumanizados.
Como explicaba José Luis González Quirós en una reciente tribuna en EL ESPAÑOL, el ejemplo perfecto del antiliberalismo de la izquierda es esa afirmación de Simone de Beauvoir en el prólogo a su libro sobre el pensamiento político de la derecha: «La verdad es una y el error es múltiple, por eso la derecha profesa el pluralismo».
Ser consciente de la pluralidad social no inmuniza frente a los sesgos psicológicos, pero los amortigua. En este sentido, es dudoso que la derecha española, más conservadora que revolucionaria, secundara una deriva disolvente de la democracia como esa en la que está inmersa hoy la izquierda, por más que la protagonizaran ‘sus’ partidos. Los frenos morales, salvo en el caso de una minoría radical, habrían actuado ya en defensa de la democracia, aunque sólo fuera por instinto de conservación del statu quo.
La izquierda en España ha perdido la cabeza. Y como un ludópata que se ha gastado ya su sueldo en las tragaperras, pero que sigue introduciendo monedas en la máquina porque necesita recuperar la inversión al coste que sea, lo ha apostado todo a esa conga idiota, llena de ruido y furia, que encabeza Pedro Sánchez.
Un Pedro Sánchez que abandonará el liderazgo de la conga en cuanto la música deje de sonar, dejándoles a ellos la tarea de limpiar las lágrimas, los vómitos y los cristales rotos que llenan ya el suelo de la sala de baile.