- El autor asegura que la izquierda ha conseguido imponer su marco mental, lo que convierte en sospechoso a cualquiera que se desvíe de su ortodoxia.
En un artículo reciente en la columna del periódico en el que habitualmente colabora, un reconocido escritor español denunciaba la progresiva deriva “totalitaria” (el término es suyo) del Hollywood reciente, con sus imposiciones de cuotas en los rodajes, presencia obligatoria de minorías en las tramas de las películas y detalladas instrucciones de uso para el tratamiento correcto de determinadas temáticas socio-políticas. El artículo, cargado de razones, era básicamente una queja y una denuncia, lo que, en cierta forma, es ya un clásico del género.
A partir de cierto momento, el llamado intelectual occidental, sobre todo si procede del campo de la literatura, identifica su función, no con el análisis y la comprensión objetiva de una determinada situación o realidad, sino con la manifestación más o menos subjetiva de un estado de malestar moral. Y en este apartado, hay que reconocerlo, nuestro escritor es un virtuoso del género. Como ya adelantara Hegel hace un par de siglos, el intelectual moderno no es sino un trasunto de la figura que él denominó “conciencia desgraciada”, vinculada esencialmente al desarrollo del cristianismo. Dicho de otra forma, donde antes se alzaba la voz del profeta Jeremías, se alza ahora la voz del intelectual.
Entiéndase bien: el término usurpador para referirse a los fundamentalistas de la igualdad y de las restricciones a la libertad de expresión como si constituyeran elementos exógenos a las gloriosas tradiciones de la izquierda, supone ya en sí mismo una tentativa de desviar el foco de atención, pero, por si aún pudiera quedar alguna duda, se nos entrecomilla el término “izquierda”, de forma que el lector tenga bien claras dos cosas: por un lado, que nada queda más lejos de la intención del escritor que arremeter en forma alguna contra la, por así llamarla, izquierda legítima, por más que nunca sepamos a efectos prácticos dónde se encuentra esta. Pero esas comillas operan también como una constatación de que las críticas que se formulan no vienen, obviamente, desde las filas de la derecha, sino, precisamente, desde una izquierda mucho más pura y genuina que aquella cuyas políticas se pretende denunciar. O dicho de otra manera: si tú eres de izquierdas, yo lo soy más. De esa forma, las comillas se convierten también en una suerte de baluarte que nos defienden de cualquier posibilidad de ataque que, desde el campo de quienes abrazan la ortodoxia sin complejos, se nos pudiera perpetrar.
La tendencia a dejar constancia de la pureza de sangre ideológica es un fantasma que recorre las redes sociales
Cabe decir que esta tendencia tan extendida a dejar constancia de la pureza de sangre ideológica con el objeto de prevenir cualquier posible acusación de herejía, no solo se ha convertido en un clásico del periodismo moderno, sino que es también un fantasma que recorre las redes sociales y la sociedad en general, como si resultara preceptivo que, antes de abordar cualquier objeción a políticas o actitudes de izquierda, se tuviera que proclamar a voz en grito que se hace desde un estado de pertenencia primordial, sazonado, a ser posible, con intemperantes ataques a la derecha, vengan o no vengan a cuento con el objeto de nuestra crítica. También en este último punto, nuestro escritor se presenta como un insuperable maestro.
Ahora bien, todo esto se quedaría en una mera anécdota más bien conmovedora si no fuera por una serie de implicaciones sumamente reveladoras de las coordenadas políticas e ideológicas en las que nos movemos. En primer lugar, habría que preguntarse qué valor de verdad puede concederse a una idea que necesita para su validación el aval de un certificado de adscripción ideológica.
La verdad -podría decirse parafraseando a Mairena– es la verdad, la diga Agamenón o la extrema derecha. Pero tampoco ello es lo más importante: si hay algo que demuestra la recurrencia a dicha petito non petita de pertenencia es, precisamente, la inequívoca predominancia sociológica de un determinado marco mental. O dicho de otra forma, la hegemonía cultural de una izquierda que ha conseguido imponer de facto que cualquier forma de pensar que se desvíe mínimamente de la ortodoxia constituya una potencial herejía, merecedora, en el mejor de los casos, de la censura social.
Pero hay más: al manifestar la discrepancia con lo que el profesor Gustavo Bueno denominaba izquierda efectivamente real desde el limbo de una izquierda pretendidamente verdadera, a lo que en realidad se está contribuyendo es, de forma paradójica, a exonerar a la primera, esa a la que se pretende criticar, de cualquier responsabilidad sobre sus propios actos y a perpetuar, en consecuencia, sus posibilidades de existencia.
Dado que, haga lo que haga, la izquierda real no es nunca la verdadera izquierda, podrá siempre hacer lo que quiera
En efecto, habida cuenta de que, haga lo que haga, la izquierda real no es nunca la verdadera izquierda, podrá siempre hacer lo que quiera, porque la izquierda verdadera, esa quimera inexistente con la que sueña el intelectual, no será responsable de ello. De esa forma, siempre se podrá seguir apelando a la instancia de una izquierda intrínsecamente moral, independientemente de sus contrastadas iniquidades en la historia.
Ello vendría a explicar también la constante renovación generacional de la fascinación y el respecto que el comunismo sigue despertando en algunas minorías no tan minoritarias: los crímenes perpetrados en su nombre no fueron, en realidad, efectuados por la izquierda, sino, como diría nuestro escritor una vez más, por taimados usurpadores que suplantaron su personalidad.
Pues bien, es difícil encontrar otro país en el que la vigencia de este marco mental resulte más aplastante que en el nuestro, lo que revierte, tal y como estamos viendo en nuestro agitado presente, en que cada generación de izquierdas tan solo se sienta compelida por un mito beatífico que no solo no ha existido nunca, sino al que se le pueden sacrificar las contradicciones más flagrantes y los fracasos más rotundos.
En virtud de ese mito, además, el oponente pasa a ser descalificado ontológicamente, hasta el punto de que cualquier acuerdo con él solo puede significar una transacción innoble o un engaño. Es, por tanto, perfectamente lógico que la Transición haya devenido, en el imaginario de nuestra izquierda, una vergonzante componenda, mientras que la mal llamada memoria histórica no sea otra cosa que la codificación de una fábula en la que unos concentran todos los atributos del Bien y otros todas las cualidades del Mal. A partir de ahí, la historia puede recomenzar una y otra vez de la misma forma, confirmando la vieja sentencia de Santayana: aquellos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.