Félix Ovejero-El País
Muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común. Otra cosa es que se dé por enterada de sus conquistas, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas
Apenas repuesto de las declaraciones del anterior ministro de Justicia a cuenta de la sentencia de La Manada, me enteré de una vigilia de oración en Sevilla contra la LGTBfobia. En aquellos días, la presidenta del Santander se proclamaba feminista. Barojiano como soy, quedé a la espera de las moscas, convencido de que los carabineros acudirían a la cita. Los gestores de Twitter de la Policía no me defraudaron.
No esperaba menos. Después de todo, según estudios solventes, España es uno de los países más progresistas del mundo. Eso sí, una pregunta se imponía: entonces, si todos estamos de acuerdo, ¿quién queda enfrente? ¿Contra quién peleamos los progresistas? O de otro modo: ¿no será que hemos ganado? Pinker, desde luego, diría que sí. Y no le faltan datos, a pesar de que Trump y Torra empeoren seriamente sus promedios.
Mi impresión es que es así, que como ya sucedió con la democracia y el sufragio universal (Geoff Eley, Un mundo que ganar), muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común. Otra cosa es que la izquierda se dé por enterada de sus victorias, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas. Una ceguera con graves consecuencias: dadas las dificultades para admitir sus éxitos y llevada de la necesidad de “pensar a la contra”, en extravagante paradoja, no pocas veces acaba por pelear contra sí misma, contra sus conquistas. Un buen ejemplo lo tenemos en las reacciones respecto al Código Penal de 1989, defendido por el PSOE e IU y criticado por el PP. Cuando se aprobó, la izquierda, invocando argumentos laicos y progresistas, y literatura académica, introdujo importantes distinciones entre niveles de “agresión sexual” a las que el PP, apelando a “la gente de la calle”, se opuso, pues según el partido conservador todo era violación. Y ahora, ya ven, en una carrera por elevar las penas que, inexorablemente, acabaría por endurecer enterito el Código Penal.
Cuando se vacía el terreno de disputa, el afán de diferenciarse puede conducir al absurdo
Cuando se vacía el terreno de disputa, el afán de diferenciarse, avivado por la competencia política, puede conducir al absurdo. Quizá esa circunstancia ayude a entender la adopción de pautas de intelección, sentimentales y moralistas, que han alejado a la izquierda de su natural compromiso con la razón. Por ese camino, paradoja sobre paradoja, habría recalado en el Romanticismo, clásica pista de aterrizaje del pensamiento reaccionario.
La primera es un empalagoso sentimentalismo que veta la deliberación racional y acalla las discrepancias. No es que las emociones sustituyan a los argumentos. Es peor: se invocan como “argumentos” para impedir las críticas, porque “las emociones han de respetarse”, “tú no puedes entenderlo” y “ofendes mis sentimientos”. En esa viciada retórica es muy útil invocar a la empatía, como sinónimo de moralidad, concepto bien diferente de la compasión racional y que, como ha advertido Paul Bloom (Against Empathy), prima lo inmediato y vecino, incapacita para el cálculo, base de la política, y distorsiona el sentido de la moralidad. Con mimbres sentimentales parecidos se urdió la historia más negra de Europa, la de los nacionalismos. Todo muy romántico.
La otra vía de evacuación del debate racional es un moralismo vacuo sin relación alguna con la tradicional disputa de principios. En una descripción sumaria, pero no completamente falsa, tradicionalmente, la izquierda se asociaba a la igualdad, y la derecha, a la libertad. Por supuesto, en el detalle, la contraposición entre principios presenta problemas. Se puede, por ejemplo, aducir que sin recursos no cabe elegir cómo vivir o que los derechos de propiedad establecen una estructura de prohibiciones modificable mediante redistribuciones: si dispongo de dinero, puedo comprar una casa a la que no podía acceder. Pero, fuera de esas discusiones de concepto, los distintos principios parecían inspirar —y diferenciar— las propuestas institucionales.
Todos creemos que nuestras ideas son las mejores. De otro modo, tendríamos otras
El moralismo actual nada tiene que ver con tales disputas. Al revés, incapacita para debatir. Aparece, al menos, en dos variantes relacionadas entre sí. La primera, en un desplazamiento de la discusión de principios y propuestas a una discusión sobre el trato con los principios y las propuestas. Cuando se apela a la honestidad, la autenticidad o la integridad, nada se nos dice acerca de lo que se defiende, sino, en el mejor de los casos, a cómo se defiende lo que se defiende. No estamos ante genuinas tesis políticas ni ante disputas normativas, más o menos susceptibles de resolución. No se habla de valores (igualdad, libertad, etcétera) sino, si acaso, del trato con los valores. Con honestidad, coherencia y autenticidad se puede gestionar tanto una comuna como un convento. En realidad, lo que se está diciendo es que “los otros” no tienen una relación limpia con sus ideas, sincera, lo que, de facto, equivale a negarles la condición de interlocutores. Para rehuir las discusiones, nada mejor que acudir en primera persona a algún chorretón de moralismo sentimental: melindres de la “conciencia”, llantinas en el foro, victimismo en rueda de prensa, o fariseísmo de la pobreza (“nosotros viajamos en metro”). Exigir razones en esas circunstancias es peor que pegar a un niño.
Por ahí asoma la otra variante del moralismo vacuo, la superioridad moral por defecto. Por supuesto, todos creemos que nuestras ideas son las mejores. De otro modo tendríamos otras. No parece razonable decir “yo defiendo X, pero Y es mejor”. Ahora bien, sostener que mis principios morales son mejores es distinto de sostener que yo tengo un trato más moral con mis principios, que es lo que sucede cuando se asume que “nosotros” participamos de una claridad mental y una limpieza de corazón en la relación con nuestras ideas de la que carecen los otros en la relación con las suyas. Esa disposición, en la medida que descalifica por principio al interlocutor, revela una falta de afán de verdad propia de quien no atiende argumentos ni contempla cambiar de opinión. Revisar una idea o asomarse a un dato es incurrir en traición. Frente a eso siempre es bueno acordarse de las palabras de Camus cuando en su disputa con Jeanson, el patético recadero de Sartre, afirmaba: “Si yo creyera que la verdad es de derechas, allí estaría”.
Segura y desoladoramente, como nos recuerda la más reciente teoría política, los argumentos no ayudan a ganar las elecciones. Va de suyo: no nos gustan los problemas y, por definición, la política se ocupa de los problemas. Así las cosas, acaso toca resignarse y bajar al cenagal emocional. Pero una cosa son las estrategias electorales, y otra, los proyectos. Cuando la afección contamina también a las ideas solo cabe esperar lo peor. Las peores ideas con las peores maneras. No tienen que irse muy lejos ni muy atrás para comprobarlo.
Félix Ovejero es profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.