MANUEL MARÍN, ABC – 06/04/15
· Seis meses después de que la consulta-farsa convocada por Artur Mas resultase más un baldón para su carrera política que una estación término para la independencia, el presidente de la Generalitat se ha propuesto infligir un último castigo a Convergencia con la perpetuación onírica de su obsesión.
El 9 de noviembre puso de manifiesto que ni siquiera un tercio de los catalanes avalaba un proceso secesionista sin más estructura que la búsqueda emocional de afectos a través de técnicas de manipulación institucional e informativa. También el llamado CIS catalán revela cómo la pulsión independentista se ha ralentizado en los últimos meses de puro hartazgo y desconfianza. Tanto Artur Mas como Oriol Junqueras han empezado a ser discutidos internamente en sus partidos, y no es descartable, si llegan a celebrarse elecciones en septiembre, al calor de la Diada, que CiU llegue a perder la mitad de sus escaños.
Y aunque parece haber caído en el olvido de esa cadencia infinita que marcan los tiempos de los tribunales, Artur Mas sigue imputado en un proceso penal por haber desafiado al Estado de Derecho en la creencia de que eso le convertirá en el mártir de una secesión imposible sin darse cuenta de que, más allá de que pueda no tener consecuencias jurídicas serias, para él la falta de credibilidad entre su propio electorado resultará demoledora. Tres elecciones en cinco años no son precisamente un ejemplo de estabilidad política, sino la constatación de un fracaso para arrastrar a Cataluña, uno de los motores económicos de España, a la indolencia.
Poner una nueva fecha al calendario de la independencia –ahora otros 18 meses de prórroga como argumento para edificar una campaña electoral basada otra vez en remover la emoción de lo identitario, en lugar de diseñar leyes para poder sacar a Cataluña del pozo de sus continuos rescates– es un error. Uniò, eternamente ambigua, ya afirma claramente que no continuará el viaje hacia ninguna parte. CiU está al borde de la ruptura y el fantasma de Ibarretxe se asoma cada día al despacho del presidente de la Generalitat como un aviso que Mas desprecia. Negar que en Cataluña una amplia parte de su ciudadanía tiene sentimientos nacionalistas y de distinción identitaria diferente al resto de los españoles es absurdo.
Son muchas décadas construyendo un sistema educativo ad hoc para la sensibilización social desde la misma infancia, incumpliendo todas las sentencias posibles sin que haya ocurrido absolutamente nada. Y son muchos siglos deconstruyendo la historia para fomentar el caldo de cultivo que permita una suerte de rebelión anímica frente a todo lo que representa España. Pero dar por hecho que llegado el caso eso supondría que el 51 por ciento de los catalanes votaría «sí» a la independencia ya no es una apuesta tan clara. Sentimientos y simbología aparte, los catalanes asumen en su fuero interno que es mucho más lo que hoy perderían que lo que ganarían. Hasta los escoceses, con razones históricas mucho más sólidas para independizarse del Reino Unido, lo han comprendido.
Objetivamente, Mas y Oriol Junqueras no comparten ninguna agenda común. No es un enfoque dispar sobre cómo encarar el calendario de la independencia lo que les separa, sino el puro tacticismo electoral para la supervivencia de sus respectivos liderazgos. Simulan un sueño común en el que no trabajan juntos para provocar un desgaste mutuo. Pura estrategia de eliminación del contrario bajo la apariencia de una falsa conjunción de intereses con siete millones de catalanes como excusa. Las elecciones están anunciadas como instrumento para prolongar la agonía de un proceso secesionista fallido. Es hora de jubilar a Artur Mas.
MANUEL MARÍN, ABC – 06/04/15