Ignacio Camacho-ABC
- Sólo Europa puede ya impedir que Sánchez convierta a los magistrados en jueces y parte de su cohorte de adláteres
Alfonso Guerra no enterró del todo a Montesquieu, aunque se jactara de ello en una desafortunada frase. Tal vez lo pretendió pero acabó dejando la faena a medias porque ni siquiera bajo las mayorías absolutísimas de González era posible abolir la división de poderes a capricho de los gobernantes. De modo que ahora comparece Sánchez vestido de sepulturero, tan lúgubre como el de Hamlet, dispuesto a darles la última palada de tierra a los principios constitucionales para convertir a los magistrados en jueces y parte de su cohorte de adláteres. Los afectados se resisten a presenciar cruzados de brazos las exequias de las bases del orden democrático y, tal vez con ingenuidad, han apelado a Europa como ‘ultima ratio’ capaz de evitar el ritual funerario que supone ‘el inicio del camino hacia el totalitarismo, la corrupción y el menoscabo de los derechos humanos’. Es decir, la conversión de España en un régimen autoritario donde la justicia sea un apéndice instrumental de la camarilla política que ejerza el mando.
El escrito que las asociaciones mayoritarias han dirigido a Bruselas es una escalofriante y casi desesperada requisitoria en reclamación de su independencia, el requisito básico de las garantías del sistema. El aspecto más dramático del asunto reside en la desprotección de la judicatura ante una injerencia cuyo remedio ya sólo está al alcance de la Comisión Europea, por lo general poco partidaria de enmendar a sus miembros en cuestiones de organización interna. El Tribunal Constitucional no parece suficiente barrera; tardará mucho tiempo en pronunciarse y como órgano de extracción política que es también está sometido a la correlación de fuerzas. La doble reforma sanchista se ha saltado los trámites consultivos orillando al Consejo del Poder Judicial, al de Estado y a la Comisión de Venecia. No sólo representa una violación de los valores fundacionales del Tratado de la Unión y una reforma constitucional (mal) encubierta; se trata de una declaración de guerra a la autonomía de las instituciones que se niegan a claudicar ante la arbitrariedad del César. Y están en juego las reglas que separan una democracia liberal de una tiranía bananera.
En este momento, y con sus funciones primordiales suspendidas, el CGPJ se encuentra desapoderado, reducido a un elemento decorativo, sin posibilidad de ejercer la principal misión para la que fue elegido. Y está pendiente una segunda vuelta de tuerca para reforzar su vasallaje político. Al fondo de las maniobras está el blindaje del Ejecutivo, su inmunidad en el ejercicio de un poder sin contrapesos ni equilibrios. No por casualidad se bloquean nombramientos en Audiencias y en el Supremo cuando hay varios dirigentes de la coalición Frankenstein procesados, condenados y hasta presos. Si la UE no lo impide, nuestro Estado de Derecho acabará, con Montesquieu, en un nicho del cementerio.