El Correo-J. M. RUIZ SOROA
Si lamentable resulta que existan jueces dispuestos a dejarse encumbrar por los intereses partidistas de turno no lo es menos que haya otros sensibles al clamor de la redes sociales
Existe una más que justificada preocupación por la situación de la independencia judicial ante los groseros intentos de los partidos por colonizar los órganos de autogobierno del Poder Judicial. Unos órganos que, a su vez, pueden condicionar gravemente al desarrollo de la carrera profesional de cualquier juez o magistrado y, por ahí, influir sobre su comportamiento a la hora de actuar como tal.
Pero no vamos a tratar aquí de esta patente agresión a la independencia judicial, sino de una amenaza más sutil y difusa para esa misma independencia, que se produce desde luego hoy mismo entre nosotros y que, sin embargo, no es percibida como tal por la opinión pública. Quizás porque su fuente es, precisamente, esa misma opinión. Me refiero, digámoslo claro desde el comienzo, a la difusa pretensión social de que los jueces adecúen sus decisiones de los casos que resuelven a los dictados del recto sentir de la sociedad, a la opinión mayoritaria sobre ciertos asuntos, al clamor existente en los medios contra determinadas situaciones presentadas como necesitadas de reforma urgente. Vamos, que los jueces no deberían ser independientes también del pueblo que les sostiene, sino interpretar la ley que aplican de forma que el resultado satisfaga el sentimiento popular de lo que es justo en cada caso.
Es este un clamor atronador en la opinión pública hodierna. Trátese del asunto de las hipotecas o del de las agresiones sexuales, de los despidos colectivos o de los humoristas gracietes, el sector expresivo de la sociedad (el único al que se escucha) clama por la adecuación de la Justicia a lo que se considera vagamente como justo en cada momento. Y cuando los jueces disgustan a esa potente sensibilidad popular o populachera con decisiones que, si legales en sí mismas, no resultan satisfactorias al justicierismo popular, se abre el turno atronador de los reproches y de las exigencias. ¿Reproches?: conservadurismo, corporativismo, casta, patriarcalismo, lejanía, torre de marfil, inhibición elitista de los problemas sociales, formalismo decepcionante, frialdad, falta de implicación y así. ¿Exigencias?: corregir el alejamiento de los jueces ya sea mediante cursos de reeducación personal y corporativa acerca de cómo deben juzgar, evaluaciones periódicas del contenido y el sentido de sus sentencias, una intervención directa mediante su apartamiento de la función jurisdiccional… Visto lo que deciden, algunos magistrados deben ser purgados, así de sencillo.
«La Justicia emana del pueblo», comienza diciendo el artículo 117 de la Constitución. Y muchos, sin haber nunca leído el precepto, lo entienden así de una manera casi instintiva. Y literal. Es decir, que los jueces pueden y deben ser independientes de todos los demás poderes, políticos o económicos, pero sería aberrante que pretendieran ser independientes del poder popular. Si los jueces no se adecúan a lo que la sociedad les demanda en cada caso y en cada momento, se dice, ¿cómo podrían pretender estar legitimados en un sistema democrático? Porque su legitimación –se dice– no es de nombramiento u origen –no se les ha elegido–, luego tiene que ser de ejercicio: deben seguir los dictados del recto y sano sentir popular que en cada caso les marca la solución más justa al caso concreto. Y si no, apartarlos.
Esta idea o concepción de las relaciones entre la sociedad y los jueces, sin embargo, es profundamente equivocada. La posición del juez en un sistema democrático liberal es de independencia, incluso, ante el pueblo como ente orgánico o difuso. Es más, independencia sobre todo ante él. Lo dice el mismo precepto citado cuando añade que esa Justicia que emana del pueblo la administran jueces y magistrados independientes e inamovibles «sometidos únicamente al imperio de la ley». Únicamente. No sometidos al pueblo, sino a la ley. La del pueblo es entonces una emanación simbólica y lejana, pero la sujeción inmediata y concreta es a la ley. Los jueces, dicho en román paladino, y aun a riesgo de simplificar problemas muy abstrusos de filosofía jurídica, no hacen justicia según su leal saber y entender oído el pueblo, sino que, más humildemente, aplican la ley ateniéndose a la interpretación más autorizada de ésta. Precisamente en esa limitación encuentran su legitimación funcional en un sistema democrático, a pesar de no ser electos: en el hecho de que sólo aplican una ley que –esa sí– ha sido democráticamente elaborada por los órganos electos correspondientes. Y gozan de más legitimidad cuanto más se ciñen a la ley y a su interpretación estándar. O, dicho al revés, experimentan serios problemas de legitimidad cuando se apartan deliberadamente en sus sentencias de la interpretación estándar de las leyes para seguir a su propia opinión o a la que creen más popular, por mucho que el sector vociferante de la sociedad les aplauda.
Así que la Justicia emana del pueblo, sí, pero de manera muy peculiar: no emana directamente de él, en absoluto, sino tortuosa e indirectamente: el pueblo elige a sus representantes, estos hacen las leyes y los jueces las aplican. Y cuando las aplican no pueden –digámoslo así– recibir instrucciones directas del pueblo, ni investigar cuál sería el recto sentir del pueblo, ni construir análisis sociológicos sobre las demandas sociales, las de clase, las de género o las nacionales. No deben hacer sondeos del espíritu de los tiempos. Deben aplicar la ley, coincida o no con su opinión personal. Y si no es adecuada, que el pueblo la cambie. Actuar de otra manera y dejarse llevar por la agradable ola del sentir popular –algo que ha sucedido y todos intuimos casos de ello– incurre en lo que se denomina activismo judicial versión populista. Mediático y rentable. Pero profundamente antijurídico y antidemocrático.
Si lamentable resulta que existan jueces ‘cortesanos’ dispuestos a dejarse encumbrar en su carrera por los intereses partidistas de turno, no lo es menos que existan jueces justicieros atentos y sensibles a lo que claman las redes sociales. No va por ahí la independencia.