- Es obvio que la salida de este escandaloso embrollo sería muy fácil si existiese la necesaria buena voluntad por parte de PSOE y PP
El discurso, calificado de “histórico” por muchos de sus togados colegas, pronunciado por el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, ante el Rey, la ministra de Justicia, la cúpula de la judicatura y el líder de la oposición, en la apertura solemne del Año Judicial, tuvo resonancias de indignada catilinaria. En efecto, al igual que en la celebérrima serie de alocuciones del inconmensurable Cicerón en el Senado Romano contra el desaprensivo Catilina hace veintiún siglos, la máxima autoridad judicial del Reino les vino a decir a los cabezas de filas de las dos principales fuerzas parlamentarias: “¿Hasta cuándo, Sánchez y Feijóo, abusaréis de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura vuestra seguirá mofándose de nosotros? ¿Cuándo acabará vuestra desenfrenada osadía?”. En la voz tremolante del orador, se acumulaba el enfado y la frustración generados en el órgano de gobierno de los jueces por el manoseo indecente del poder del Estado que representan a cargo de los dos grandes partidos políticos desde que en 1985 Felipe González y Alfonso Guerra decretaron la muerte de Montesquieu.
El carácter corrosivo de la partitocracia, esa degeneración de la democracia liberal en la que los partidos políticos invaden las instituciones, colonizan la sociedad civil, porfían por controlar los medios de creación de opinión
Nuestra Constitución de 1978 consagra la separación de poderes, como no podría ser de otra manera en una Ley de leyes definidora de una democracia merecedora de tal nombre. Sin embargo, los encargados de velar por su fiel cumplimiento y ordenado desarrollo a lo largo de las últimas cuatro décadas, el PSOE y el PP, no han sido obedientes a este trascendental cometido con el respeto esperable al espíritu de la Carta Magna alumbrada en la Transición, sino que, de forma reiterada, deliberada y crecientemente descarada, la han malinterpretado, retorcido y al final envilecido hasta extremos que Carlos Lesmes calificó airadamente como “inaceptables”. En pocos ámbitos como en el atropello inescrupuloso de la independencia del poder judicial se manifiesta con tanta crudeza el carácter corrosivo de la partitocracia, esa degeneración de la democracia liberal en la que los partidos políticos invaden las instituciones, colonizan la sociedad civil, porfían por controlar los medios de creación de opinión, se reparten impúdicamente el botín del presupuesto, disparan el gasto público para colocar a amigos, parientes y correligionarios y, en suma, supeditan los intereses superiores de la Nación en su conjunto a los suyos, parciales, mezquinos y voraces.
Se requiere mucha desfachatez y un grado inaudito de desprecio a las normas no escritas de la democracia -esas que son tan o más relevantes que las plasmadas en el BOE- para haber destrozado con semejante y aviesa delectación un pilar básico del espacio de derechos y libertades que define a las sociedades occidentales como logradas expresiones de alta civilización. Ahora el PP reclama una contrarreforma de la inicua maniobra que perpetró una mayoría absoluta socialista siete años después del arranque de nuestro vigente ordenamiento fundamental, pero poca credibilidad puede tener tal pretensión, aun siendo justa y deseable, viniendo de una organización que ha tenido en dos ocasiones, las legislaturas 2000-2004 y 2011-2015, la capacidad irrestricta de hacer lo que en estos días exige pertinazmente sin haber movido un dedo entonces para cambiar la indeseable situación que nos ha abocado al lamentable espectáculo actual.
La medida de la agresividad indisimulada a la que ha llegado el Ejecutivo de Pedro Sánchez contra la separación de poderes la da su bloqueo de las atribuciones del Consejo prorrogado
Es obvio que la salida de este escandaloso embrollo sería muy fácil si existiese la necesaria buena voluntad, bastaría que el PSOE y el PP se comprometiesen solemnemente y por escrito a restaurar la independencia del poder judicial deteriorada volviendo al método anterior a 1985 y pactasen simultáneamente los nombres del nuevo Consejo del Poder Judicial eligiendo para este trascendental cometido a juristas de reconocido prestigio sin contaminación partidista e impecable trayectoria. La medida de la agresividad indisimulada a la que ha llegado el Ejecutivo de Pedro Sánchez contra la separación de poderes la da su bloqueo de las atribuciones del Consejo prorrogado para cubrir vacantes en las Audiencias, los Tribunales Superiores y el Tribunal Supremo, que mantiene colapsada la maquinaria judicial con el consiguiente y grave perjuicio a los ciudadanos.
Otra aberración institucional y funcional es la atribución de la llamada administración de la Administración de Justicia, es decir, personal auxiliar, infraestructuras, logística e instrumentos materiales de los juzgados, a las Comunidades Autónomas. ¿En qué cabeza hueca surgió la idea de que el titular de un poder del Estado estuviese asistido en su trabajo por funcionarios autonómicos y dependiese para la provisión de los medios materiales requeridos por su labor de cargos políticos que en algunas Autonomías exhiben el letal objetivo de destruir el propio Estado cuyas leyes ese juez debe aplicar y de las cuales ha de asegurar su cumplimiento?
El Gobierno mastodóntico, sectario e incompetente que padecemos vive obsesionado por la violencia de género en llamativo contraste con los ataques salvajes con los que profana el esbelto cuerpo de la doncella ciega que sostiene a duras penas la balanza y la espada, símbolos tambaleantes de su excelsa misión, cada vez más dificultada por aquellos que deberían garantizarla.