Rebeca Argudo-ABC
- Hemos normalizado que autoridades o personalidades muy cercanas al poder puedan ser sospechosas de coquetear con la ilegalidad
Leo críticas airadas a Álvaro García Ortiz porque, en su comparecencia ante el Tribunal Supremo como investigado, se ha negado a responder a las preguntas del juez y de las acusaciones, haciéndolo solo a las de su abogado. Me asombra, lo reconozco. No que no conteste. Que se acoja a su derecho a no declarar me parece una nimiedad, algo así como una ligera falta de decoro dado su cargo, comparado con lo que supone que el mismísimo fiscal general del Estado, es decir, la máxima autoridad de un órgano constitucional en nuestro país como es el Ministerio Fiscal, se encuentre imputado. Eso sí me parece indignante y un escándalo mayúsculo. De tener la probidad y la responsabilidad institucional que se le presupone (y un mínimo de vergüenza torera), habría dimitido para ahorrarse (y ahorrarnos, sobre todo ahorrarnos) el bochorno de que esto ocurra por primera vez en democracia, con todo lo que implica de descrédito para la institución y de menoscabo a la salud de nuestro Estado de derecho. Pero, sin embargo, con lo que nos indignamos fuertecito es con que solo haya querido responder a las preguntas de su abogado. Ya ocurrió cuando quien acudía a declarar era la mujer del presidente (la mujer del presidente, me persigno) acusada de corrupción en los negocios y tráfico de influencias. Aquí la irritación general fue por el desmesurado dispositivo de seguridad desplegado. Pues como si la acompaña una carroza del orgullo gay custodiada por la tuna de la Complutense a ritmo de conga, oiga, que nos perdemos en los detalles. Que aquí lo realmente escandaloso no es que le permitan entrar por el sótano para evitar la foto de su entrada en los juzgados, lo escandaloso es el hecho mismo de que deba acudir a declarar por ser sospechosa de corrupta. En una democracia avanzada no se habría llegado a ese punto. No tendríamos que ver cómo el fiscal general no contesta a preguntas del juez, porque el juez jamás habría llegado a preguntarle nada al fiscal general: este habría dejado su cargo antes. Así que el problema no es que García Ortiz conteste o no conteste, o que Begoña entre por una puerta trasera a los juzgados o que el hermanísimo no tenga ni idea de en qué consistió la entrevista para conseguir su trabajo y, además, le dé igual que se note. Aquí el problema es que hemos normalizado que autoridades o personalidades muy cercanas al poder puedan ser sospechosas de coquetear con la ilegalidad y que eso no solo no suponga un problema, sino que buena parte de la maquinaria del Estado se ponga en marcha para que casi parezca una heroicidad. Así, lo cierto es que la negativa de García Ortiz a contestar me parece poco más que soberbia, la verdad. Me preocupa mucho más que la jefatura superior de la Fiscalía esté en manos de alguien que, pese a ser uno de los máximos representantes del Poder Judicial en España, tenga cuentas pendientes con la Justicia y la desprecie tan abiertamente. ¿Qué se puede esperar de alguien así?