JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

España necesita desde luego una ley que ampare y desarrolle la Memoria Histórica, pero negar el consenso historiográfico sobre la Transición amenaza la democracia y la convivencia pacífica entre españoles

“La nuestra no es una batalla entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable”. Esta frase de Raymond Aron, uno de los intelectuales liberales más notables del pasado siglo, me vino a la cabeza al escuchar las declaraciones oficiales acerca de la controvertida Ley de Memoria Democrática que en cierta medida aspira a enterrar el espíritu y la letra de la Transición política española. Atrapado entre la táctica electoralista de la norma y el rechazo de la misma por el independentismo provinciano y xenófobo, el ministro de la Presidencia se amparó en el “consenso historiográfico” para asegurar que “la inercia de la dictadura” perduró hasta 1982, cuando el PSOE accedió democráticamente al Gobierno. Al escuchar tan infantil relato llegué a la conclusión de que el señor Bolaños tiene un conocimiento embarullado de palabras como consenso, historia, franquismo e incluso socialismo democrático. Aún peor, ignora en qué consiste el principio de inercia, descrito por Galileo Galilei y formulado matemáticamente por Newton. Le hubiera bastado consultar el diccionario para comprender que se trata de la propiedad de los cuerpos de mantener su estado de movimiento o reposo, salvo que una fuerza exterior lo altere.

Soledad Gallego-Díaz ha explicado en este periódico, con minuciosa precisión, el verdadero consenso historiográfico respecto a la Ley de Amnistía de 1977, que ahora pretende desautorizar la coalición gobernante. Lejos de ser una argucia del franquismo para tratar de perpetuarse, fue una exigencia de las fuerzas democráticas, reclamada en clamorosas manifestaciones públicas, propuesta y defendida en Cortes por las víctimas de la represión de la dictadura y votada por abrumadora mayoría en el Congreso, con solo dos votos en contra y la única abstención de la Alianza Popular, partido liderado por los exministros de Franco. De modo que la mencionada ley fue la auténtica fuerza exterior que venció las inercias del anterior régimen. Este había sufrido ya otros empellones, como la reforma política de 1976, la legalización de partidos políticos y organizaciones sindicales, la liquidación del Movimiento Nacional, la devolución de la legitimidad dinástica de la Jefatura del Estado con la abdicación de don Juan de Borbón en su hijo, y las elecciones democráticas de 1977. La primera ley del nuevo Parlamento de ellas emanado, en realidad una asamblea constituyente, fue precisamente la de Amnistía, condición expresa de la oposición democrática para iniciar los debates constitucionales. La definitiva victoria sobre las inercias franquistas tuvo lugar con la aprobación de la Constitución de 1978. El voto afirmativo a la misma cosechó más del 90% de los sufragios emitidos y el 60% del total del censo. Las escasas formaciones políticas que votaron en contra o se abstuvieron fueron los nacionalistas vascos, tanto del PNV como de la izquierda abertzale, Esquerra Republicana, y relevantes herederos del franquismo capitaneados por exministros y otros hombres del antiguo régimen.

Estas cosas no las pudo vivir el señor ministro de la Presidencia. Nació apenas tres años antes de que sucedieran y es evidente que los diversos planes de educación de nuestra democracia, sometidos alternativamente a presiones ideológicas y partidistas de todo género, han hurtado mucha información a las nuevas generaciones, cuando no la han deformado por completo, como en el caso de Cataluña. Pero están en los libros y hasta en Wikipedia. Aunque ya es sabido que nuestros líderes políticos son considerablemente ágrafos, a comenzar por el presidente del Gobierno y continuando con el jefe de la oposición, podrían al menos enterarse a través de la lectura de cómo era en realidad la España de la Transición. Comenzó con el entierro del dictador, a cuyo cadáver homenajearon no menos de medio millón de personas durante dos días interminables y culminó institucionalmente con la aprobación de la Constitución. El posterior golpe de Estado abrió un periodo de inestabilidad política y la victoria electoral del socialismo democrático supuso la normalización del llamado régimen del 78. Para hacer posible el consenso, el partido socialista renunció al marxismo y el comunista al leninismo. Aunque ha vuelto a esa doctrina hace pocos años, en un movimiento reaccionario y retrógrado del que se han contagiado casi todas las otras formaciones, ideologías aparte. Obsesionadas con el ejercicio del poder y la autoestima que les genera, entusiastas como son del clientelismo político, andan enfurruñadas con los intelectuales que no les elogian, los militantes que no les obedecen, o los que se atreven a pensar de manera diferente. Su conciencia del pudor político no incorpora la práctica de que el fin no justifica los medios. Responde más bien al puritanismo ambiente, del que hace gala la ministra de Igualdad, tan dispuesta a prohibir cosas que pretende castigar hasta las miradas impúdicas. Concepto este de tan refinada lascivia que merece lugar de honor en la literatura erótica.

Al señor ministro de la Presidencia, que felizmente se ha rectificado a sí mismo de sus propias chorradas, quizá sea preciso recordarle que fueron las fuerzas exteriores al sistema, el terrorismo de ETA y el golpismo militar, quienes trataron de impedir la inercia democrática. El régimen del 78 y la previa amnistía no son el equivalente a una ley de punto final como las que surgieron tras la eliminación de algunas dictaduras militares latinoamericanas; constituyen en cambio un comienzo, el inicio de un desarrollo político y de una moral colectiva truncados progresivamente por el debilitamiento de las instituciones, cada vez más rehenes de la partitocracia.

Este país necesita desde luego una ley que ampare y desarrolle la Memoria Histórica, la democrática y la no democrática. Y ha de empezar por el reconocimiento de nuestro sistema político como consecuencia de la reconciliación nacional entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil, política liderada en su día por el Partido Comunista de España. Es inadmisible que la derecha siga sin querer condenar formalmente el franquismo o que no haya un acto de desagravio común a las víctimas de ambos lados de la contienda y a las de la brutal represión posterior al final de la guerra. Y es incomprensible que cuarenta años después de la aprobación de la Constitución y cerca de un siglo más tarde del levantamiento militar contra la II República, los gobiernos democráticos y las principales fuerzas políticas sigan siendo incapaces de consensuar nuestra historia común sobre la que existen evidencias científicas suficientes que aún se ocultan a las nuevas generaciones. La Transición no fue de ninguna manera perfecta pero, en la línea marcada por Raymond Aron, hubo que optar por lo preferible frente a lo detestable. Esta misma elección sigue siendo pertinente en los tiempos que corren y convendría que nadie se ufane de estar del lado correcto de la historia, mucho menos cuando de una contienda fratricida hablamos. El pronunciamiento militar contra el Gobierno del Frente Popular que precedió a la Guerra Civil no fue el primer intento violento de usurpar el poder. El PSOE desató en 1934 una revolución contra el Gobierno legítimo de la República, ocasión que aprovechó el Gobierno catalán de Esquerra Republicana para intentar su propio golpe de Estado. Los esfuerzos por reforzar los sentimientos de identidad, negando los hechos objetivos frente al reclamo de la razón constituyen una amenaza al sistema democrático vigente, y a la convivencia pacífica entre los españoles. El consenso historiográfico sobre nuestra memoria compartida y los olvidos necesarios para una convivencia en paz están suficientemente establecidos en la Constitución y honran la petición de Manuel Azaña: paz, piedad, perdón. Cualquier enmienda tendente a vulnerar la vigencia de esos principios es fruto de una mirada impúdica, dedicada a recrearse ante el espejo antes que a gobernar la realidad. La irreprimible lascivia del poder.