La sola mención a la anulación de D3M y Askatasuna para negar la naturaleza democrática del reparto de escaños tras el 1-M pone en solfa la fidelidad constitucional del PNV. Si el PNV demanda la legalización de la izquierda abertzale, a pesar de que ésta no se distancie de ETA, da por buena la persistencia del reparto de papeles entre las ramas militar y política.
La promulgación de la ley de partidos y las sucesivas sentencias por las que el Tribunal Supremo y el Constitucional han ido ilegalizando las siglas de la izquierda abertzale han contado siempre con la oposición del PNV. Oposición que ha rebrotado tras las elecciones del 1 de marzo, cuestionando la legitimidad de la ventaja obtenida por las formaciones no nacionalistas.
El argumento de que se ilegalizaban ideas y se impedía la participación política a un sector de la sociedad vasca ha sido esgrimido por los jeltzales como cuestión de principio que les permitía, de paso, hacer un guiño de aproximación hacia el electorado de la izquierda abertzale. Como partido culturalmente proclive a la representación de toda la «comunidad» nacionalista, al PNV le gustaría que la izquierda abertzale fuese un aliado voluntario de sus propósitos o que, en caso de desaparecer en la ilegalidad, lo hiciera en su beneficio. Pero, fuera de Ajuria Enea, el poder jeltzale no alcanza a ser ni hegemónico ni suficientemente atractivo como para que la izquierda abertzale se diluya a su favor.
El rechazo a la ilegalización de la izquierda abertzale responde a la indulgente actitud con la que buena parte de la sociedad vasca ha percibido la cobertura política que HB o Batasuna han venido concediendo a ETA. Actitud que presentaba la existencia de la izquierda abertzale no como un instrumento al servicio de la perpetuación del terrorismo, sino como el cauce natural para que éste desistiera.
La oposición a la ley de partidos desencadenó una confrontación que a punto estuvo de desgajar las instituciones vascas del marco constitucional al que pertenecen. Eso es lo que hubiese ocurrido si las posturas se hubiesen enconado un poco más a cuenta del ‘caso Atutxa’, o no hubiera mediado la providencial disolución del Parlamento vasco. Cuatro años después, la sola mención a la anulación de D3M y de Askatasuna para negar la naturaleza democrática del reparto de escaños el pasado 1 de marzo vuelve a poner en solfa la lealtad constitucional del nacionalismo.
La solemne proclamación de Ibarretxe como el auténtico lehendakari durante el mitin del Aberri Eguna, la insistencia en que el nacionalismo continuará liderando el país o el anuncio de que los jeltzales podrían dirigirse a Patxi López llamándole «presidente» forman parte del mismo ritual.
El PNV ha llamado a la izquierda abertzale a cortar amarras respecto a ETA, pero nunca la ha emplazado públicamente para que se avenga a acatar la legalidad establecida por la ley de partidos, siquiera formalmente. Es decir, el PNV siempre ha sido consciente del vínculo de dependencia que existe entre la banda terrorista y la trama de organizaciones que le han dado amparo público, pero no ha querido asumir que tal estado de cosas resulta intolerable para cualquier sistema democrático. Si el PNV demanda la legalización de la izquierda abertzale, a pesar de que ésta no se distancie de ETA, da por buena la persistencia del reparto de papeles entre la rama militar y la política que tanto ha contribuido a la perpetuación del terrorismo. Porque resulta democráticamente imposible constatar que ese reparto existe y, a la vez, exigir que pueda contar con representación en las instituciones.
El discurso del PNV trata de sortear esta contradicción señalando que los comicios del 1 de marzo reflejaron la existencia de una mayoría social nacionalista que se ve defraudada con la mayoría parlamentaria constitucionalista gracias a la exclusión de la izquierda abertzale. Se trata de un dato sociológico indiscutible: la suma de los votos cosechados por PNV, Aralar, EA, más los anulados con la papeleta de D3M, representa un porcentaje mayor que los votos constitucionalistas. Pero si dicha suma no ha prevalecido es porque una parte del nacionalismo vasco juega al margen y contra las normas democráticas, que son las que hacen posible la convivencia entre diferentes en Euskadi.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 15/4/2009