Esta es la España sin confianza en sus partidos y, por extensión, en sus instituciones, que el Partido Popular va a tener que gobernar desde una mayoría de Ayuntamientos y comunidades y, quizá dentro de poco, desde el Gobierno central. Y con la inquietante sombra de un 9 de mayo municipal y autonómico todavía pendiente.
Las elecciones municipales y autonómicas celebradas ayer dejan mucho más que un nuevo reparto del poder territorial, en el que el Partido Popular es el primer beneficiario. Ahora será él, el Partido Popular, el que tendrá que decidir cómo maneja el tabú sobre el que se ha construido la campaña y que, sin embargo, marcará el futuro del país durante un tiempo impredecible: qué hacer con la deuda de los Ayuntamientos y comunidades. La estrategia de reclamar un adelanto de las generales no puede convertirse en un nuevo plazo o una nueva coartada para posponer el reconocimiento de la realidad, de la bomba de relojería que puede desencadenar otra tormenta sobre la economía española. Los Ayuntamientos y comunidades no han tenido su noche del 9 de mayo, aquella en la que el Gobierno central, por boca de un apesadumbrado Zapatero obligado a despertar de sus ensueños, tuvo que asumir el mayor recorte del gasto público del que se tenía recuerdo desde la instauración de la democracia.
Si aquel recorte arruinó las expectativas electorales del Partido Socialista, atrapado en la contradicción de haber defendido hasta la víspera lo contrario de lo que se vio obligado a hacer al día siguiente, el Partido Popular, por su parte, se enfrentará a las consecuencias de tener que decirle al país la verdadera situación en la que se encuentra. No es un terreno fácil en ninguna circunstancia, pero mucho menos en la que se ha ido cebando en España a lo largo de los tres últimos años, y que ha tenido un preámbulo en las movilizaciones ciudadanas de la Puerta del Sol y otros lugares.
Desde que comenzaron las concentraciones, se han buscado apresuradamente las razones por las que prendieron con tanta facilidad, y se han encontrado en la desorbitada tasa de paro y en la falta de expectativas de los más jóvenes. Si fuera así, se trataría, en el fondo, de una protesta social como tantas otras, motivada por una situación de crisis económica. Pero en las plazas de las principales ciudades españolas se ha escuchado, además, la consigna de que los partidos no representan a los manifestantes, con lo que se pone de relieve que, además de social, se trata de una protesta política que responde, por tanto, a una crisis de naturaleza también política. Y si los partidos no representan a los manifestantes, cabe suponer que, entonces, tampoco los representarán las instituciones en las que esos partidos gobiernen a partir de ahora. Además de social y política, la crisis sería, por último, institucional.
Es difícil conocer la medida exacta en la que los manifestantes eran portavoces de un sentimiento más amplio, puesto que lo que sucede en las calles no suele guardar una relación directa con lo que deciden las urnas. Pero lo cierto es que, lo fueran o no, insistían en un interrogante que viene planteándose en la política española al menos desde 1993, cuando cobró carta de naturaleza entre los partidos la estrategia de todo vale. Empezó el Partido Popular, pero no es cierto que el Partido Socialista -en particular, el Partido Socialista de Rodríguez Zapatero- carezca de responsabilidad en su desarrollo. La lógica funesta del voto del miedo, de reclamar el voto no para un programa sino para batir a un adversario, conducía a inducir desde el Partido Socialista las peores respuestas del Partido Popular, que, por su parte, tampoco necesitaba de grandes provocaciones para instalarse en la desmesura y la irracionalidad.
Cuando desde 2008 el Partido Popular se propuso reaccionar, no lo hizo, como cabría suponer, regresando a la cordura y la racionalidad sino, sencillamente, esforzándose en disimular que está en el mismo lugar en el que estaba. El objetivo coherente con este planteamiento no podía ser, tampoco en su caso, reclamar el voto en torno a un programa, sino convencer al desencantado electorado socialista de que donde mejor está el día de las elecciones es en casa. Cuando los manifestantes de la Puerta del Sol gritaban que los partidos no los representan, lo mismo que cuando algunos electores se han abstenido o, incluso, cuando otros aún han asegurado que votaban pero tapándose la nariz, lo que podrían estar revelando con estas actitudes es que existe una creciente legión de ciudadanos que la actual forma de hacer política, esa mezcla explosiva de todo vale, voto del miedo y disimulo, está arrojando a la periferia del sistema.
Esta es la España sin confianza en sus partidos y, por extensión, en sus instituciones, que el Partido Popular va a tener que gobernar desde una mayoría de Ayuntamientos y comunidades autónomas a partir de hoy y, quizá dentro de poco, desde el Gobierno central. Y, además, con la inquietante sombra de un 9 de mayo municipal y autonómico todavía pendiente.
José María Ridao, EL PAÍS, 23/5/2011