IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Cuando acabe esta etapa será difícil convencer a una sociedad polarizada de la necesidad de renunciar a hacer trampas

El estropicio institucional que está causando el sanchismo va a tener consecuencias graves más allá de esta etapa. No sólo porque cuando acabe hará falta otra de duración similar sólo para restablecer la neutralidad democrática averiada, sino por la dificultad de naturalizar la alternancia y, sobre todo, de convencer a una sociedad dividida de la necesidad de renunciar a hacer trampas. El principal estrago que está causando el sanchismo consiste en pervertir la conciencia ciudadana, en acostumbrarla a un estado de ánimo caracterizado por el espíritu de revancha. Un futuro gobierno de otro signo tendrá muchas dificultades para lograr que sus votantes acepten el retorno a una política normalizada, sin privilegios ni ventajas, donde el poder decline de manera voluntaria la tentación de aprovecharse de la herencia de una estructura viciada por toda clase de artimañas autocráticas. De volver, en una palabra, a la cultura de la limpieza, el respeto y la mutua confianza.

Lo peor de estos años deplorables es la despenalización moral del sectarismo. La polarización ha sembrado en gran parte de la opinión pública una suerte de ‘hinchismo’ futbolístico que justifica cualquier injusticia o desafuero que beneficie al propio equipo. El concepto del Derecho como abstracción interpretable al servicio de un designio partidista va a dejar en el ordenamiento jurídico estragos de intenso potencial destructivo; se está instalando en la mentalidad social la peligrosa idea de que una mayoría, incluso de carácter precario o exiguo, otorga legitimidad al más arbitrario de los actos políticos: el abuso de autoridad, la ocupación banderiza de los contrapoderes, la sumisión de las instituciones al Ejecutivo, las leyes y hasta las sentencias redactadas en provecho de socios, familiares o amigos. La destrucción de los complejos mecanismos de equilibrio creados por los regímenes liberales como fórmula de resolución de conflictos.

Todo eso sería un mal relativamente menor, o al menos reversible, si fuese pasajero. Pero existe el riesgo objetivo de que un vuelco electoral empuje a los sectores más arriscados de la mayoría alternativa a reclamar de sus representantes una deriva equivalente en sentido inverso. De que el hábito del enfrentamiento consagre la anomalía doctrinaria, homologue el desquite y demonice el consenso. De que volvamos a la dialéctica cainita que la Constitución trató de erradicar para erigirse en espacio de encuentro. Y si eso ocurre, que ojalá no, los responsables serán quienes ahora están destruyendo los valores de la convivencia y alterando las reglas de juego para imponer la hegemonía forzosa de su modelo. No hay nada más estúpido que creer en proyectos eternos, máxime cuando están sustentados en un narcisismo hueco, desprovisto de sustancia y de talento. El problema vendrá luego, cuando haya que aventar las cenizas de este aciago tiempo.