ABC 24/11/16
IGNACIO CAMACHO
· Los veredictos anticipados de culpabilidad, los señalamientos lapidatorios, son la letra escarlata de esta democracia
NO te confundas: el gesto miserable de Podemos sólo retrata su cicatería moral, su incurable hemiplejía sectaria. Las personas oscuras tienen la ventaja de que siempre acaban dejando ver su fondo torvo. Pero la desazón que provoca la tragedia de Rita Barberá es más compleja que la de esa mezquina demostración de rencor póstumo. No te conformes con el espejismo de los que cavan trincheras con palas de sepulturero, ni con la repugnancia ante la ciénaga de las redes, ni con la simplista atribución de su muerte a la ansiedad de las traiciones o a la tensión de una descarga de odio. Hay una cuestión más importante y más profunda en este asunto, un debate más antipático que nos interpela a todos.
Se trata de la abolición de la presunción de inocencia, de la naturalización de los veredictos anticipados de culpabilidad. De un clima de opinión pública viciado por el relato de la corrupción como espectáculo, por la justicia populista, por los tribunales apócrifos de las sobremesas. Porque, recuérdalo, con todos sus errores y sombras, con su más que cuestionable enroque en el fuero senatorial, con la indiscutible responsabilidad política que le concernía como poco por haberse rodeado de un elenco de truhanes, Barberá ha muerto sin recibir siquiera un suplicatorio de procesamiento. Y por tanto condenada, como otros de todos los partidos, en un juicio paralelo sin apelaciones que tritura las bases del Estado de Derecho.
En esos señalamientos lapidatorios, letras escarlatas de esta democracia, hay cuotas de culpa que nadie puede declinar. Ni los políticos, convertidos en perros de presa contra el adversario; ni los medios, que malversan la prerrogativa de la libertad para deslizarse sobre ella por un tobogán de escándalos; ni los propios ciudadanos, siempre dispuestos a lanzar la primera piedra contra los chivos expiatorios de su ira y su desengaño. Ese paradigma de crispación intimida a la justicia y arrastra a la política a un encogimiento vergonzante que anula de hecho las garantías procesales de amparo. Inculpaciones de tertulia, juicios de mesa camilla, condenas de audiencia callejera: barras de bar transformadas en parodias de juzgados. Estigmas sociales que orillan los sumarios como revoltijos de papel mojado.
A Rita Barberá no la ha matado el acoso del periodismo caníbal, ni el cainismo de los rivales o el farisaico repudio, que tanto le dolía, de sus ahora compungidos correligionarios. Gajes del ingrato, maldito oficio de la política. No te dejes llevar por esa ventajista suposición de causa-efecto: no está ahí la causa del desasosiego impotente y espeso que te produce su fallecimiento. Búscala más bien en la duda que queda pendiente, ya para siempre, sobre su inocencia, y en el amargo contraste con la sesgada, artificial certeza que había arrasado su reputación sumiéndola en el exilio moral y la muerte civil en que yacía hace tiempo.