Jorge del Palacio Martín-El País
El debate de la reforma electoral es saludable pero no si se usa para desgastar al PP y al PSOE
A pesar de ser considerado uno de los padres de la sociología moderna, Alexis de Tocqueville no pretendió formular leyes en el sentido que las ciencias sociales otorgan hoy a la palabra. Sin embargo, todo el que se haya acercado a su obra sabe que al pensador francés le gustaba reflexionar y ordenar sus experiencias en forma de máximas, en tanto que principios generales que aspiran a explicar la política.
En El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville dejó escrito: “La experiencia enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno suele ser aquel en que empieza a reformarse”. En la opinión pública italiana de los noventa esta máxima pasó a conocerse como la ley de Tocqueville por influencia del historiador Luciano Cafagna, cuya obra constituye el primer intento serio de ofrecer una explicación integral del hundimiento del sistema político italiano en los noventa. Para Cafagna lo que Tocqueville advierte es que el momento más delicado para cualquier sistema político es aquel en el que emprende un proceso de reforma, pues si alguno de los actores ha logrado generar un consenso social favorable al cambio, el sistema sólo evitará deslegitimarse y sobrevivir si dichas reformas llegan a buen puerto.
La reflexión puede resultar útil ahora que Ciudadanos y Podemos quieren impulsar una reforma electoral en la que destaca la sustitución de la fórmula D’Hondt, entre otras medidas. La propuesta de ambas formaciones ha abierto un debate interesante, fecundo y necesario sobre nuestro sistema electoral. Sin embargo, y conscientes de que ninguna reforma electoral es posible ni deseable sin un amplio consenso, lo que resultaría más peligroso sería descubrir que la finalidad última de la propuesta es proyectar una sombra de duda sobre la legitimidad del sistema político y sus resultados. Todo con el objeto de identificar públicamente las reticencias del PP y el PSOE con la defensa de los privilegios de la “vieja política”. Pues ello conllevaría excluir del debate público cualquier consideración positiva sobre el actual sistema electoral bajo la acusación de defensa del statu quo. Y el actual sistema electoral, pese a sus reconocidos defectos, también ha producido efectos beneficiosos para la estabilidad de nuestra democracia que convendría incorporar al debate sobre la reforma.
En la lectura que Cafagna hace de la implosión del sistema italiano no sólo pesa, curiosamente, la acción judicial. Al contrario, Cafagna sostiene que el sistema ya estaba profundamente debilitado por el vaciado de legitimidad llevado a cabo por Bettino Craxi desde finales de los ochenta. Su estrategia para posicionar electoralmente al minoritario PSI pasó por generar un gran consenso a favor de una reforma radical de la Constitución de 1948 que redimensionase el poder del Ejecutivo y fortaleciese el poder de la sociedad civil en detrimento de los grandes partidos, a los que se responsabilizaba de todos los males del país. La crítica del sistema caló en la opinión pública, pero la reforma nunca llegó. Y cuando los casos de corrupción llegaron, los partidos ya estaban deslegitimados.
El debate sobre la reforma electoral es saludable y necesario. No podría ser de otra manera. Pero su planteamiento instrumental como estrategia exclusiva para desgastar al PSOE y al PP conllevaría ciertos peligros. Entre otros, el riesgo de deslegitimar el sistema que, paradójicamente, se pretende conquistar. Por ello conviene no perder de vista la ley de Tocqueville.