ABC 10/07/17
· Puigdemont fía su suerte a ERC y la CUP ante la fractura en el PDECat
El PDECat continúa enredado en sus contradicciones y peleas. La última, menos publicada pero no por ello menos real, ha sido la enésima pugna entre Puigdemont y el partido. El presidente quiso cesar a la consejera Meritxell Borràs por su cobarde actuación en el concurso de las urnas –forzando que quedara desierto para que la Fiscalía le retirara la querella–, pero no ha podido porque el padre de la consejera, Jacint Borrás, uno de los fundadores de Convergència, es el administrador que ha quedado para «cerrar» el histórico partido y el dinero del grupo parlamentario que todavía llega a través de CDC. Cuando Marta Pascal necesita dinero tiene que llamar a papá Borràs para que le haga la correspondiente transferencia.
El PDECat es a Convergència lo que Batasuna fue a Herri Batasuna en 2001: un partido continuidad, según sentencia del juez Garzón. Pascal fue la penúltima portavoz de CDC y Mas fue el último presidente de Convergencia, y hoy los dos lideran igualmente el PDECat. Por lo tanto, saber dónde está y dónde estará este partido es un misterio, incluso dónde estará físicamente, porque si hace un año el partido refundado se mudó con sus nuevas siglas a su nueva sede de la calle Provenza, ayer decidieron ponerla a la venta para pagar las deudas.
Todo lo contrario de Puigdemont, que en cristalina coherencia con lo que ha pensado y defendido toda su vida, firmará la primera semana de septiembre la ley que amparará el referendo: y con sólo uno o dos días de diferencia firmará también su convocatoria para que no lleguen a tiempo los recursos e impugnaciones y pueda argumentar que el referendo se convocó bajo una ley en vigor. En cambio, la tan comentada ley de transitoriedad jurídica, que iba a significar «de facto» la ruptura con España, sólo se aprobará tras el referendo si finalmente se celebra y gana o si alguien se atreve a proclamar unilateralmente la independencia.
De todos modos, con la aprobación de la ley del referendo –y convocándolo– Puigdemont, Esquerra y la CUP esperan excitar la Diada y que el empuje les lleve hasta el primero de octubre con las masas enardecidas y dispuestas a cualquier acto de resistencia, principalmente callejera, que es la gran arma con la que cuentan para imponerse. El éxito de todo lo que han preparado y esperan conseguir lo fían a una masiva y constante ocupación de las calles que colapse Barcelona y a las empresas extranjeras que operan en ella, de modo que la comunidad internacional no tenga más remedio que forzar al Gobierno a negociar.
Y aunque saben que tienen pocas posibilidades, están dispuestos a explorarlas. Primero confían en que la votación llegue a producirse y aseguran que de un modo u otro tendrán las urnas preparadas y que el Estado se arriesga a perder la batalla propagandística si pone a la Policía –la que sea– a retirarlas. También albergan la esperanza de que los unionistas vayan a votar por miedo a que la participación alcance los mínimos homologables y el «sí» arrase sin que ellos hayan hecho nada. El independentismo necesita celebrar y ganar su referendo pero también un millón de votos negativos para legitimar el resultado.
Pero lo más extravagante es el tipo de reconocimiento internacional que esperan: dicen tener asegurado el apoyo de los «países bolivarianos» –conseguido por la CUP y su magnífica relación con la Venezuela de Nicolás Maduro– así como el de algún pequeño Estado de la Unión Europea, posiblemente Eslovenia, a los que eventualmente podría unirse Rusia por el interés de Putin en desestabilizar a la UE. Los independentistas creen que con todo ello, y con la financiación para un año que dicen tener cerrada con «inversores públicos y privados», podrán esperar que la independencia de Cataluña se consolide y normalice a la espera de reconocimientos más significativos.
Sobre cómo pueden afectar sus divisiones y cuitas internas al éxito del proceso en su tramo final, recuerdan que cualquier revolución ha sufrido guerras intestinas antes, durante y después de producirse.
Lo que más temen los dirigentes independentistas es que el Estado presione uno a uno a los directores de los colegios públicos bajo la amenaza de despojarles de su trabajo y de su condición de funcionarios si el 1 de octubre su centro se convierte en oficina electoral. Como alternativa han pensado en habilitar hospitales y centros de atención primaria para que igualmente la votación se lleve a cabo en un espacio público.
Todo es frágil, remoto y extraño, pero, de momento, y sin todavía conocerse la respuesta del Gobierno, Puigdemont, Esquerra y la CUP dicen estar determinados a llevar hasta las últimas consecuencias su pretensión de separarse de España.